P. Milko René Torres Ordóñez
Con la celebración de la entrada de Jesús en Jerusalén, este domingo, iniciamos la semana que vive con fervor los acontecimientos centrales en el ministerio profético de Jesús: su pasión, muerte y resurrección. El misterio de la Encarnación, según mi criterio, es una obertura solemne en todo el ser y obrar del divino maestro.
Todo confluye hacia una vida en plenitud y salvación. Voy a referirme puntualmente a la celebración del Jueves Santo, la cena del Señor. No será la primera, ni la última, porque Jesús permanece en nosotros, y, cada día, actualizamos su amor sin límites, su entrega total, en la Eucaristía. La Iglesia alimenta su vocación y su misión, además, en el sacramento del Orden sacerdotal. El Sacerdote celebra y actualiza la alianza, que, en adelante, será nueva y eterna. En torno al sacerdocio, como tal, surgen muchas reflexiones. Muchas preguntas: ¿Cómo? ¿A quién? ¿Para qué? ¿Cuál es su origen, su esencia y su fin último? Muchas respuestas. Dice el texto de Hebreos que el sacerdote es un hombre nacido entre los hombres. ¿Verdad? Una respuesta afirmativa, desde todo punto de vista. Hablo desde mi experiencia. Yo provengo de una familia sencilla. Nací en una tierra hermosa, Catamayo. En un entorno socio cultural muy complejo. Rebosante de fe. Como ser humano, revestido de defectos y virtudes, de gracias y de pecados. Un hombre común y corriente. Sin nada especial, aparentemente, porque el llamado de Dios es único y específico. ¡Cuántos han deseado recibir este don, vivir con él, disfrutarlo, hacerlo fecundo! Sin embargo, solamente Dios tiene todas las respuestas. El Señor llama a los que él quiere. Sin distinción del color de la piel, cultura, inteligencia, abolengo y apellido. Así, de específico y simple. Llamados y enviados a la misión, como escribe san Mateo en su Evangelio: Vayan por todo el mundo y anuncien la buena nueva…recuerden que yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo. Enviados y llamados a amar y servir, en todo. El Papa Francisco ha dicho en estos días, cuando habla de una de las funciones del Sacerdote, que es la administración del Sacramento de la reconciliación: “Cuando yo voy a confesarme es para sanarme, para curar mi alma, para salir con más salud espiritual, para pasar de la miseria a la misericordia. El centro de la confesión no son los pecados que decimos, sino el amor divino que recibimos y que siempre necesitamos. El centro de la confesión es Jesús que nos espera, nos escucha y nos perdona. En el corazón de Dios estamos nosotros, antes que nuestras equivocaciones. Recemos para que Dios dé a su Iglesia sacerdotes misericordiosos y no torturadores”. La caridad y la misericordia antes que el castigo y la ley. Para eso estamos. Para eso recibimos el sacramento, y, para ello, fueron ungidas nuestras manos. La comunidad debe, también, hacer un “mea culpa”, examen de conciencia, en su trato con el sacerdote. No pido que lo sobrevaloremos. Sí, que impulsemos su labor apostólica, para que alcance, en plenitud, y, comparta libremente, la realización personal de cada persona que busca a Dios. Decía santa Teresa de Jesús: “O hablar de Dios, o, hablar de nada”. Con Cristo, todo.