Efraín Borrero E.
Disfruto en el Parque Bolívar de nuestra ciudad mirando los enormes ceibos allí plantados, un árbol típico del bosque seco tropical que se aferra al suelo con sus grandes y fuertes raíces, y ayuda a estabilizar la erosión de la tierra. Sus caprichosas, míticas y majestuosas formas son un encanto.
Están dispersos en el sector fronterizo de la provincia, a partir de la parte baja de Catacocha. También los hay en Manabí, Santa Elena, Guayas y El Oro. El cantón Sozoranga promociona y alienta el espíritu aventurero para internarse en las maravillas que ofrece el espectáculo del bosque seco, especialmente del Bosque Ceibal, localizado a treinta minutos de la cabecera parroquial de Tacamoros. Los sozoranguenses dicen orgullosamente que ese lugar es comparable con el paraíso.
Estoy seguro que cuando se construyó el Parque Bolívar, como homenaje al Tratado Binacional de Paz de Itamaraty, firmado el 26 de octubre de 1998, para poner fin a la controversia limítrofe entre Ecuador y Perú, la intención fue ofrecer a propios y extraños una muestra de esa especie vegetal tan vistosa y característica de nuestra provincia.
El nombre del parque rinde tributo a Simón Bolívar, quien en octubre de 1822 visitó la ciudad de Loja durante diez días, así como a su sueño bolivariano.
Antes de construirse el Parque Bolívar, se conocía al sitio como la «Estación de Tránsito», porque era el paradero y estacionamiento de buses; es decir, fue la terminal terrestre de Loja. Estaba rodeado de una gran cantidad de mecánicas y servicios automotrices de todo tipo, así como de venta de repuestos. Las primeras gasolineras pertenecientes a Rafael Jaramillo y Polibio Montaño, y a pocos metros la de Emiliano Abendaño, también se ubicaron en ese sector. Había una buena cantidad de fondas que vendían comida de todo precio y variedad, y no faltó una caseta grande municipal de baterías sanitarias. Fue el lugar más bullicioso y de mayor movimiento en la ciudad.
Desde allí salían hacia Quito los buses interprovinciales de las empresas Santa y Panamericana. Fue posteriormente, en 1971, que la Cooperativa de Transportes Loja realizó el primer viaje cubriendo la ruta Loja-Quito, en un tiempo aproximado de veinte y dos horas, el necesario para llegar medio muerto.
Mi entrañable amigo, Reinaldo Valarezo García, en su hermoso libro “Loja de Ayer”, cuenta que Santa y Panamericana “demoraban dos días para llegar a Quito. El primer día a Cuenca con dormida en el Hotel Cantábrico y el otro día a Quito a la terminal de la Cumandá, llegando a eso de las cinco de la tarde, con desayuno en Alausí y almuerzo en Riobamba o Ambato”. Agrega que a la “Estación de Tránsito” iban los familiares a despedir a sus parientes que viajaban.
Así era. Recuerdo que en 1961 estuve en la oficina de la Cooperativa Santa, pionera en la transportación interprovincial de pasajeros en la sierra, para despedir a mi primo que viajaba a Quito a fin de continuar sus estudios universitarios. Su madre lo bendecía una y otra vez encomendándolo a todos los santos. Su padre le dio mil consejos; y, Marlene, su enamorada, lloraba a moco tendido. Escríbeme todos los días, incluidos sábados y domingos, le imploraba. En esa época no había servicio telefónico en la ciudad. El discado directo nacional se inició en 1969.
Marlene era simplemente enamorada. Por aquel tiempo las relaciones amorosas en algunos círculos sociales estaban reguladas por ciertas pautas. El primer paso era el enamoramiento. Los pretendientes nos preparábamos psicológica y anímicamente para “lanzar los perros”, como se decía, y expresar nuestro amor a la chica que nos había clavado la flecha. Para algunos, la oportunidad propicia era una fiesta bailable a ritmo de bolero. La respuesta se recibía en sesenta días, más o menos.
Luego de un tiempo y cuando ambos habían perdido la cabeza decidían casarse. Los altos comisionados, que eran los padres, acudían a la casa de la contraparte para cumplir el protocolo de petición de mano. Sólo a partir de ese momento los enamorados adquirían la calidad de novios. Luego venía el intercambio de anillos de compromiso; y, finalmente, el día de la boda o de la “horca”, como decía Sofocleto, el gran humorista peruano.
Hoy, los muchachos se van a la discoteca y amanecen de novios. Tenemos que admitir que la sociedad evoluciona y que los tiempos cambian por encima de nuestro parecer.
Frente a la “Estación de Tránsito”, en la calle 18 de Noviembre entre Imbabura y Colón, el señor Segundo Morejón, que llegó a Loja en procura de mejores días, instaló una pequeña fábrica de colas que inicialmente la operó artesanalmente. Por aquel entonces las bebidas gaseosas que consumíamos eran las llamadas “colas de Guayaquil». La de mayor demanda fue la Fioravanti, elaborada en la antigua industria de la familia Fioravanti, inmigrantes italianos asentados en la «Perla del Pacífico». También había Coca Cola y Pepsi.
Para la producción de sus colas, Segundo Morejón no necesitó experimentar fórmula alguna para lograr un buen sabor, aunque sea de chiripazo, como sí ocurrió en 1886 con el ensayo del farmacéutico John S. Pemberton, en Atlanta, Estados Unidos, quien quería crear un jarabe contra los problemas de digestión que además aportase energía, y acabó dando, sin pensar, con la fórmula secreta más famosa del mundo: la Coca Cola, cuyos ingredientes principales eran los extractos de hoja de coca y de la nuez de cola.
Segundo Morejón aprendió en alguna parte la dosis exacta de saborizante, colorante y azúcar para elaborar el producto. Leonor Álvarez, del Instituto Izquieta Pérez, ponía el ojo en cada botella para garantizar que todo esté en orden.
Morejón sudó la gota gorda para salir adelante con el emprendimiento que vertiginosamente fue creciendo, sobre todo porque el precio era muy inferior a las demás bebidas que se ofrecían. Las colas, cuyas marcas fueron «Gallito» y “Nelchi”, se comercializaban inicialmente en el mismo sector de la “Estación de Tránsito”. Luego, en una carreta tirada por caballo, y posteriormente en una tricimoto, el producto se expandió por Motupe, Punzara, San Cayetano y toda la ciudad.
El negocio fue muy próspero lo que determinó que, en corto tiempo, Segundo Morejón adquiriera una planta automática mediana y vehículos repartidores marca Ford, gracias al apoyo de don César Bermeo, con lo cual también logró abastecer a los mercados de Portovelo, Piñas y Zaruma.
En el sector fronterizo la competencia fue con la cola “Manzanares”, fabricada en la ciudad de Alamor por la empresa de propiedad de la señora Rosario Orellana Núñez de Reyes, la que también se comercializaba en una parte de la provincia de El Oro y en el norte peruano. Esa bebida recibió premios y reconocimientos por su buena calidad.
Ojalá que en el Parque Bolívar mejoren las condiciones de seguridad, conservación y adecentamiento para que los lojanos podamos hacer de ese sitio un apreciable lugar de descanso y gratos recuerdos.