Efraín Borrero E.
La Residencia Estudiantil de la Universidad Central del Ecuador se construyó a partir de 1954, año en que se hizo saber al Gobierno ecuatoriano que la ciudad de Quito había sido designada sede de la XI Conferencia Interamericana de Cancilleres, que era el Órgano supremo de la Organización de los Estados Americanos, a realizarse en 1959; es decir, cinco años más tarde.
Quito no estaba en condiciones de cumplir con ese trascendental compromiso por lo que hubo necesidad de construir algunas obras indispensables con la urgencia que el caso requería. Por ejemplo, no contaba con un gran salón o hemiciclo apropiado para las sesiones, entonces se aprovechó la coyuntura para construir el Palacio Legislativo. Recordemos que, por aquel tiempo, la sede del poder legislativo funcionaba en el Palacio de Carondelet.
No había un hotel de lujo para alojar a las delegaciones ministeriales, y se planificó la construcción del Hotel Quito. El aeropuerto existente era de segunda, y surgió la necesidad de construir el Aeropuerto Internacional Mariscal Sucre.
Finalmente, no había un local espacioso y moderno para hospedar a los acompañantes de las delegaciones ministeriales, y se construyó la residencia estudiantil de la Universidad Central.
La idea fue que, una vez concluida la Conferencia, esa residencia sirva para alojar a estudiantes de todos los rincones del país que viajaban a Quito en procura de carreras profesionales.
Pero ocurrió lo menos esperado: esa tal Conferencia se suspendió; es decir, nos quedamos con los churos hechos, pero las grandes obras quedaron y fueron de suma utilidad.
La Residencia Universitaria de la Universidad Central fue una edificación de lujo que se insertó en el modernismo quiteño. Estaba provista de equipos y mobiliario para brindar el máximo confort a los estudiantes. Tenía capacidad para acoger a 452 personas en habitaciones dobles. Era mixta, las mujeres se alojaban en el primer piso. Los estudiantes provincianos debían cumplir algunos requisitos y pagar la cantidad de 480 sucres mensuales, en cuyo monto estaba incluida la alimentación y otros servicios.
Para algunos padres de familia esa posibilidad constituía una carga económica porque había gastos conexos. De allí que muchos prefirieron cuartos, posadas y pensiones que se ofertaban alrededor de la universidad y en el sector de la Mariscal. Las familias pudientes enviaban a sus hijos a casas de parientes o propias que habían sido adquiridas con visión de futuro. Para alquilar algún departamento se unían grupos familiares o de amigos.
A partir de 1961 la Residencia Universitaria se constituyó en el hogar estudiantil de muchos jóvenes lojanos. De la mayoría de los cantones, especialmente de Loja y Macará, sumaron decenas de personas.
Recuerdo nombres como los de Juan Torres, Luis Iván Rodríguez, Manuel Peña, Jorge Cueva, Jorge “Chulo” Vivar, Leonardo Armijos, Nelson Samaniego, Luis Hernán Eguiguren, Augusto Tandazo, Nelson Díaz, Alfredo Suquilanda, Edgardo Celi; Iván Carrión; Alfonzo León , Carlos Aguirre; Ramón Aguirre; Foster Betancourt ; Gilberth Luzuriaga; Tuesman Merino, Gonzalo Borrero, que fue gestor de algunas iniciativas de apoyo social; y, Fernando Sempértegui, quien conformó la Asociación de Residentes Estudiantiles, de la que fue su presidente.
Fernando no imaginó que años más tarde honraría el nombre y prestigio de Loja ejerciendo las funciones de rector de la Universidad Central, como lo hicieron Isidro Ayora Cueva y Manuel Agustín Aguirre.
El grave problema que afrontó esa Residencia fueron las sucesivas clausuras de la Universidad Central dispuestas por la Junta Militar de Gobierno en 1961, 1965 y 1966; y, en 1970, por Velasco Ibarra.
El 5 de marzo de 1987, la ciudad de Quito fue sacudida por un terremoto que aparentemente afectó a la estructura de la Residencia Universitaria. Desde esa fecha, aquel icónico edificio de la modernidad de Quito está parcialmente abandono. Creo que un piso se utiliza para el funcionamiento del Hospital del Día de la Universidad Central.
En Quito, los jóvenes estudiantes se cohesionaban alrededor del espíritu de lojanidad. Frecuentemente, especialmente los fines de semana, unos y otros se visitaban para disfrutar de gratos momentos. Se consolidaron amistades que se fortalecieron con el tiempo. Algunos se hermanaron tanto que llegaron a ser panas del alma, como el “Seco” Guerrero y mi hermano Ramiro. En otros casos esas relaciones de amistad y compañerismo condujeron a desarrollar importantes iniciativas, como la que forjaron Miguel Mora Witt, Jorge Ortega y Hernán Sotomayor, en las aulas de la Facultad de Medicina de la Universidad Central, en 1975, al crear el conjunto Pueblo Nuevo, junto con otros tres compañeros quiteños, que luego se enriqueció con la incorporación de otros lojanos y artistas.
Las penurias económicas marcaban la vida de los estudiantes en la capital. El hambre se juntaba con la necesidad para hacer de las apetencias juveniles su presa fácil, puesto que ningún padre de familia incluía farras en el listado de gastos. A fin de cuentas, eran jóvenes, aunque algunos muy inquietos.
Manuel Vivanco, cuyo protagonismo juvenil en la Asociación de Lojanos Residentes en Quito fue destacado, me comentó con fino humor que Walter Guerrero, Walter Rodas y otro coterráneo estudiaban Derecho en la Universidad Central, por el año 1940. Juntos arrendaron un cuarto subterráneo con una ventanita que daba a la parada del bus, en el barrio La Tola. Para ganarse unos sueltos se les ocurrió poner al pie de la ventana una imagen a la que llamaron “Virgen de los pasajeros de la Tola”. Junto a ella colocaron un recipiente disimuladamente conectado a un tubito para recibir de esa forma los chilin-chilin a cada rato, producto de las limosnas que ellos mismos impulsaban. Todo iba bien hasta que los descubrieron y tuvieron que salir en picada de ese tradicional barrio quiteño.
Sin duda que cada estudiante universitario que cursó sus estudios en la capital de la república tiene muchas anécdotas que contar. El “Suco” Muller tiene la suya, cuando recibió el apoyo de amigos lojanos que habitaban un departamento en la avenida América, para ser designado “hombre – mosca” en una dependencia pública.
Pero además de las inolvidables anécdotas, de las que han disfrutado recordándolas a través del tiempo, también vivieron momentos de intensa emotividad, como el ocurrido en un acto de incorporación de graduados en las diferentes ramas de ingeniería de la Escuela Politécnica Nacional.
El amplio auditorio estaba repleto de padres de familia. Al fondo, en el escenario sobriamente decorado, estuvieron las autoridades de las diversas facultades junto con el Ing. Rubén Orellana, dignísimo rector.
Uno de los números previstos en la programación fue la imposición de la condecoración Summa cum laude, locución latina que quiere decir con los más altos honores y máximas alabanzas, al estudiante más destacado de todas las promociones de esas ingenierías. El Secretario muy ceremoniosamente solicitó al estudiante homenajeado subir al escenario, y lo propio hizo con el padre de familia a quien entregó la condecoración para que la impusiera a su hijo.
De pronto, aquel padre de familia se dirigió al atril donde estaba el micrófono y dijo con absoluta serenidad que para él constituiría un honor y orgullo imponer la condecoración a su único hijo, pero que cometería una injusticia si lo hacía, porque había sido su esposa quien, con desvelo y sacrificio, mientras él trabajaba en largas jornadas en el oriente petrolero, forjó un cúmulo de valores en su hijo; la que había luchado contra todo para que sea un hombre de bien; y, la que, en definitiva, modeló su vida hasta lograr que sea un brillante estudiante. Solicitó comedidamente al señor rector se permita que sea ella quien lo haga. Así ocurrió en medio de los sollozos que envolvían a esa maravillosa mujer.
La sorprendente actitud del padre, desprendido de la vanidad que la ocasión le brindaba, impactó en el sentimiento de los presentes hasta las lágrimas. Todos nos levantamos para aplaudir sin cesar un gesto que seguramente no se habrá repetido.
Tengo muy presente ese emotivo suceso y lo comentaré siempre, por el mérito de ese padre de familia al reconocer de corazón, el inefable valor de la madre en la vida de su exitoso hijo.