El baúl de los recuerdos: Loja en la década de 1920

Efraín Borrero E.

El ilustre Jorge Hugo Rengel, quien recibió la educación primaria en la prestigiosa Escuela Fiscal Miguel Riofrío, a inicios de la década de 1920, reveló que el profesor Virgilio Abarca Montesinos impartió sus enseñanzas utilizando el nuevo método traído por la Misión Pedagógica Alemana al Normal Juan Montalvo de Quito. Era un destacado y prestigioso maestro.

Se dice que Virgilio Abarca salía con los muchachos para recorrer la urbe. Para ellos era un día muy esperado porque les encantaba el paseo por las calles. Con palabras sencillas les conversaba sobre las iglesias, las casas de personajes importantes, ríos y otros asuntos de interés. Llamaba la atención verlo cómo impartía enseñanzas a sus alumnos que lo rodeaban en círculo. Su especial empeñó fue que los alumnos conocieran a cabalidad la pequeña ciudad.

Esa materia de estudio se instituyó en todos los establecimientos educativos con el nombre de Lugar Natal, cuyo propósito fue que los niños aprendieran con gusto el lugar donde nacieron y viven. Se daba en tercer grado y tuvo vigencia durante muchas décadas hasta que metieron el pico los sabios del Ministerio de Educación y sustituyeron programas de estudios que disque “viejos” por cosas nuevas, y hasta copiando materias con tintes extranjerizantes.

Por aquel tiempo, la ciudad de Loja llegaba hasta pocos metros del río Malacatos, por el occidente, que según mi abuelo emitía muy malos olores; y, por el oriente, pasando unas pampas, hasta el río Zamora, del que las personas pudientes hacían llevar agua en acémilas para consumo humano. En algunas casas había pozos de agua, que para consumirla se utilizaba filtros de arena. Uno de esos pozos, magníficamente conservado, es posible observar actualmente en la Casa Bolívar Hotel Museo.

Muchos preferían beber la exquisita cerveza elaborada en la “Cervecería Ideal”, instalada en Loja en 1925 por el alemán Ernesto Witt.

Recordemos que muchos años después, en marzo de 1949, entró en vigencia la Ley de Régimen Municipal que estableció la obligación municipal de proveer los servicios de agua potable y alcantarillado, y que Loja se benefició de las gestiones realizadas por el presidente Galo Plaza con Estados Unidos para la construcción del sistema de agua potable y alcantarillado, lo que se hizo realidad en 1958.

Una de las pampas del río Zamora sirvió de escenario para una anécdota muy comentada por entonces. Andrés Hurtado desafió a duelo con pistola a Pablo Carrión, asegurando que lo había ofendido gravemente. Hurtado consideró que esa era la única forma de arreglar el asunto.

Explicaba a sus amigos que las reglas de juego eran muy claras: tenemos que ubicarnos espalda contra espalda con la pistola cargada en la mano y caminar diez pasos, en ese momento volverse al oponente y disparar. El más rápido y certero será el vencedor y el otro quedará en calidad de cadáver. Eso es todo.

Hurtado había garantizado la transparencia del duelo, comprometiéndose a llevar dos pistolas de un solo tiro que tenía en su domicilio, las mismas que debían ser revisadas por los testigos de cada cual unos minutos antes de las seis de la mañana, hora fijada por él.

Ni Carrión ni nadie le paró bola a Hurtado, pues consideraron que se trataba de una chifladura, además que en Loja el asunto era inédito. Pero llegó el día y Hurtado, un hombre acostumbrado a honrar su palabra y que tomó el asunto muy en serio, acudió al sitio media hora antes con sus fieles testigos y con las dos armas. Pocos curiosos se apostaron a distancia prudencial.

Por supuesto que Carrión nunca llegó. Luego de quince minutos de espera uno de sus testigos le pregunto: ¿Cómo queda el asunto, don Hurtado? Pablo Carrión es un cobarde y yo lo declaro muerto, respondió tajantemente.

Desde entonces a Pablo Carrión lo llamaban “el muerto”, algo que lo irritaba y arremetía con puñetazos. Cuando falleció, la gente comentaba consternada: qué pena, ha muerto el muerto.

Loja se ha caracterizado desde siempre por los apodos, unos más gracioso que otros, y se han transmitido de generación en generación. La mayoría los acepta sin problema, como el “Chato Castillo”, Puchaperro” y César Alfonso Burneo, quien me dijo en alguna ocasión que a él nadie lo jode porque saben cómo se para la culebra. Otros reaccionan de mala forma.

Algunos puntos de referencia en la ciudad han sido a base de los apodos atribuidos a los propietarios de casas. Un sitio equidistante que se menciona con frecuencia es la esquina del “Pájaro Vásquez”.

Luis Chauvin Hidalgo, cuyo apellido hemos pronunciado de manera afrancesada: Shoven, porque su origen es francés, escribió un libro muy divertido: “De Loja con Humor”, que es para gozar desde la primera hasta la última palabra. Cuando se refiere a la Creación de Loja durante siete días, ajustándose a lo que dice la Biblia en Génesis sobre la creación de la tierra, saca a relucir los más conocidos apodos en una enorme lista, que para recordarlos se necesitaría una memoria de elefante, como la de Lucho.

Por aquella década de 1920 ocurrió un hecho trágico en el río Malacatos, cuando el hijo de Daniel Álvarez Burneo, que llevaba su mismo nombre y apenas frisaba los veinte años de edad, se lanzó desde el puente Bolívar y se estrelló contra una piedra en el fondo de la laguna que se había formado.

Antes, Daniel Álvarez Burneo había perdido a su esposa, la dignísima dama Amalia Eguiguren Escudero. Quedó solo en la vida cuando tenía cuarenta y seis años. La honda pena iba consumiendo su vida hasta que doce años más tarde, en 1936, falleció en medio de la conmoción social.

El nombre del río Malacatos se tomó para generar un hecho insólito. Me comentó Carlos Toledo, sempiterno Notario de Loja, aunque con menos tiempo en funciones que el actual decano de los notarios del Ecuador, Camilo Borrero Espinosa, con más de cuarenta años de impecable servicio a la comunidad lojana, que un señor Teobaldo Rojas, venido de la provincia, maquinaba en su mente la forma cómo desquitarse de sus dos hijas que lo trataban inmisericordemente.

Dijo Don Carlos que su antecesor le había conversado que Teobaldo Rojas era un hombre sencillo, culto, de unos setenta años de edad. Tenía pocos amigos. Cuando falleció su esposa, quien lo quiso apasionadamente y cuidó de él con singular dulzura, tuvo que refundirse en un cuarto lúgubre de su propia casa por decisión de sus hijas, quienes, incluso, se avergonzaban de tenerlo como padre. Pienso que lo que más habrá deseado era la muerte para no seguir padeciendo tan dolorosa realidad.

En cierto momento de su desdichada vida se le ocurrió a Teobaldo averiguar cómo se elabora un testamento cerrado. No faltó quien le diera todos los lineamientos. Acudió a la notaría con el sobre bien cerrado y el número de testigos que legalmente se requería.  El notario levantó el acta y cumplió con el protocolo de rigor. Teobaldo pagó los honorarios con los míseros centavos que iba acumulando. 

A los pocos años falleció. El notario, que conocía a las dos hijas de Teobaldo, les hizo saber que en su oficina reposa un testamento cerrado de su padre y que, para percatarse de su contenido, existe un procedimiento para cuyo efecto deben contratar un abogado. Así lo hicieron sorprendidas ya que estaban seguras que su padre no tenía nada.

Llegó el momento de la diligencia en la cual se abrió el sobre y se procedió a la lectura del testamento. Teobaldo había hecho una reseña de lo que fue su vida antes y después del fallecimiento de su esposa. Con crudas palabras llenó de vergüenza a las dos presuntas herederas, pero con la grandeza de espíritu y la generosidad de padre fue su voluntad legarles un kilómetro aguas arriba del río Malacatos, partiendo desde el puente Bolívar.

Las dos mujeres burladas, que lucían de negro como no ocurrió cuando enterraron el cuerpo de su padre, salieron echando chispas del recinto notarial, pero con la clara lección bíblica de honrar a los padres como a uno mismo.