Dicha, pasión y embriaguez literarias

Galo Guerrero-Jiménez

Para que algo funcione bien, hay que crear al menos tres condiciones: axiológicas, cognitivas y estéticas; estos elementos son el punto de partida para que el ambiente en donde se desarrolla ese mundo de acciones sea prioritario, exquisito, porque es bien asumido, elaborado con tenor y al calor de la pasión que entraña todo fenómeno adecuadamente realizado.

Así sucede con la lectoescritura; debe crearse ese ambiente inicial para que ese mundo de palabras que se escriben o se leen adquieran la más sana intelección cognitiva; pues, la mente no solo que se dispone a conocer, sino que aprende a mirar, a escuchar y a proyectarse con la más viva emocionalidad, sentida y lingüísticamente asumida, puesto que los lecto-escribientes toman conciencia de esa realidad de lenguaje que, desde el sistema límbico, todo el proceso mental se funde estéticamente entre las voces del que escribe con las voces y miradas del que lee.

Así, “el cerebro funciona simultáneamente a muchos niveles: pensamientos, emociones, imaginación, predisposiciones y fisiología funcionan interactivamente como un sistema total” (Caballero, 2017) que el cuerpo armoniza hasta producir una adecuada sensibilidad de corte estético-axiológico para leer o escribir con el placer que la mente produce frente al texto literario que, desde esta posición, fluye un bien deseado, es decir, leer o escribir con todos los sentidos, de manera que, ese estado de concienciación nos permita reflexionar, dialogar, monologar, especular y, ante todo, llegar a pensar más allá del texto, dado que, el poder para inferir está creado, en la medida del valor que los lecto-escribientes asumen para engendrar una nueva mirada ante el mundo, tan significativa, como la reflexión que hace el personaje protagónico de la novela Madame Bovary, como producto de los libros que ya había leído:

“Antes de la boda, Emma había creído estar enamorada; pero la dicha que hubiera tenido que resultar de este amor no había llegado, por lo cual pensaba que necesariamente se había equivocado. Y trataba de saber qué es lo que la gente quiere decir en la vida real con las palabras dicha, pasión y embriaguez, que había hallado en los libros y le parecían tan hermosas” (Flaubert, 1995).

Este estado de reflexión, de meditación, incluso de análisis, no puede surgir si solo se lee por leer, como para pasar el tiempo, tal como afirman los que nunca han podido compenetrarse de un tema lector. La dicha, la pasión y la embriaguez a la hora de leer, solo surgen por el espacio mental creado que, especialmente, a la par que es intelectivo, es, esencialmente afectivo, tal como les sucede a los niños cuando se encuentran con un mediador que sabe cómo provocar encuentros pedagógico-estéticos desde una ecología humana, dado que, como sostiene Geneviève Patte: “La inteligencia del niño es ante todo afectiva. El niño es sensible a la simpatía de los adultos que le hablan con la verdad: cómo nace una vocación, la ciencia que avanza, los intentos, las sorpresas. Es así como se transmite el deseo de conocer. Esos procesos están emparentados con los de la pedagogía Freinet: provocar el encuentro de los niños con una persona rica en experiencias, que acepta transmitirlas” (2011), tal como lo es el texto literario que, cuando se encuentra con un lector abierto, sabe qué es lo que lee, y para qué lee y cómo se encuentra con el texto para disfrutarlo y conformar una cultura muy suya en virtud de que, “el placer de la lectura -como sostiene Argüelles-  no ve la obligación ni el afán de información como la fuerza y el objetivo primordiales al entrar en contacto con un libro. (…) el verdadero gusto por la lectura es una costumbre que no admite ni impulso coercitivo ni disposición de urgencia” (2017), sino una disposición amorosa, trascendente, fecunda.