Reflexiones sobre la batalla cultural

Por: Lcdo. Augusto Costa Zabaleta

Cultura: palabra usada y reusada, instrumentalizada y violentada, infinitamente repetida en este o en aquel contexto, con este o con aquel propósito, para decir esto o aquello; palabra versátil, polisémica, de múltiples acepciones, manoseada por doquier, adaptable a las necesidades de un sinfín de caprichos; palabra comodín, palabra talismán; que configura la respuesta a todas las preguntas que se han formulado, y a las que no; palabra fácil, palabra tendencia, palabra de moda actualmente en boca de todos, pues maravilla con sus revelaciones sobre nosotros mismo, sobre una conciencia vuelta sobre sí misma, que reconoce su absoluta contingencia en el movimiento de no conocer más que como pura “cultura”.

La palabra cultura fue popularizada a partir del siglo XVIII como una propiedad de los espíritus humanos elevados; en concreto hacía referencia al depósito de conocimientos, gustos refinados y hábitos deseables que los hombres debían esforzarse por adquirir; llegar a “ser culto” era el resultado de un proceso educativo asignado por las enciclopedias, la filosofía, las ciencias, las obras de arte y la buena música. 

En la metafísica de las costumbres, Kant hace saber con claridad que es la cultura para un ilustrado como él: “El cultivo (cultural) de las propias facultades naturales (las facultades del espíritu, del alma y del cuerpo), como medio para toda suerte de posibles fines, es un deber del hombre hacia sí mismo; las facultades del hombre deben ser labradas, deben ser cultivadas, para que este pueda realizarse en “la mayoría de edad”, en el sentido ilustrado.

Hohann Cristoph Adelung, filólogo alemán contemporáneo de Kant, definía en su Ensayo sobre la historia de la cultura de la especie humana (1782) ocho etapas del desarrollo de la cultura humana, que empezaba como “embrión”, seguía como “niño”, “joven” y así sucesivamente se iban perfeccionando hacia la adultez con arreglo al conocimiento y al refinamiento; “la cultura consiste en la suma de conceptos definidos y en la mejora y el refinamiento del cuerpo y los modales”.

Hay que regresar un momento al ethos de la ilustración para comprender mejor esta acepción de cultura; el proyecto ilustrado postulaba la emancipación del hombre como una función del conocimiento; su vocación universal demandaba una expansión cultural con los elegidos como agentes de transformación; la cultura, en singular, debía articularse en un proyecto universal emancipador.

Esta primeriza acepción de cultura, de carácter ilustrado, podría denominarse “elitista” o “jerárquica”; esto es así en la medida en que prevé la existencia de una jerarquía cognitiva, epistemología, sapiencia, (la ciencia supera al mito) y estética (el buen arte coma la buena música, la buena literatura, por sobre las expresiones “vulgares” de sensibilidad “populares”).

La acepción de cultura elitista se ajustó sin demasiados problemas a las condiciones sociales del siguiente siglo; la industrialización y el surgimiento de la clase obrera crearon pautas de comportamiento y formas de ser más bien distintivas de cada clase particular; ahora bien, de la mano de la antropología empírica surgirá, en la segunda mitad del siglo XIX una acepción bien distinta de cultura, hoy también ampliamente incorporada a nuestro lenguaje cotidiano; en este contexto, “cultura” empieza a significar toda regularidad social que distingue a la sociedad en la que el hombre se inserta.