Por qué la necesidad de saber ha de ser enemiga del placer de leer

Galo Guerrero-Jiménez

La interrogante que precede a este artículo le corresponde al escritor uruguayo Eduardo Galeano. Al respecto, es tan evidente el hecho de que a todo ser humano si, en efecto, quiere incorporarse racional, cultural y educativamente a la comunidad a la cual pertenece, es decir, en la que vive, debe ejecutar su inteligencia intelectual y emocional, la cual cognitivamente, y de manera innata está ya estructurada mentalmente para que, por naturaleza propia, le nazca el deseo de saber, es decir, de aprender y emprender en una actividad determinada para que su contingente como ente humano sea el que le permita desenvolverse antropológica, pragmática, estética y lingüísticamente, de manera que su actuar contribuya a su propia realización y, por ende, a la del prójimo.

Ahora bien, todo cuanto aprendemos de manera formal e informal por la experiencia ordinaria que nos caracteriza, hace que el conocimiento recibido para que sea procesado cognitivamente, es decir, de manera adecuada, y que tenga una utilidad pragmático-estético-ecológica, la cual es básica para nuestra supervivencia y de relación actuante desde una ética situacional, se dé en orden a saber “razonar, relacionar datos, extraer consecuencias. Hemos de combinar la información que nos proporcionan los sentidos con el razonamiento que nos lleva más allá de lo que se puede observar directamente” (Artigas, 2009), de forma que se pueda extraer conclusiones, inferencias, reflexiones y circunstancias que ameriten ampliar nuestro saber, de manera que el conocimiento, para quienes se dedican a hacer carrera en un tema determinado, sea procesado científicamente, es decir, desde una práctica de la ciencia experimental y/o experiencial, es decir, cuantitativa, demostrativa, cualitativa, ensayística, reflexiva, pero, ante todo, humanística y estéticamente validada desde un actuar filosófico, es decir, sapiencial, trascendente, sobre todo, porque hoy vivimos en una civilización globalizada científica, tecnologizada y digitalizada.

Pues, esta necesidad de saber para aprender a bien vivir, debería llevarnos a una axiología de un disfrute especial como, en efecto, sí lo viven hermosa y radicalmente los científicos, los investigadores, los creadores, los escritores, los académicos; por eso, sus aportes son tan significativos, los cuales nos sirven para que el desarrollo de la sociedad se encuadre hacia la proyección de un buen vivir desde el ámbito científico, tecnológico, educativo, estético y humanístico.

Sin embargo, esta necesidad de saber no siempre es amiga del placer de leer para aprender, sino más bien su enemiga y, en especial, en el campo de la educación formal en todos su niveles, desde la escuela hasta el más alto grado universitario, que necesita leer para apropiarse de este saber que consta en un texto, bien sea en forma de libro, de revista o de un artículo científico, no se fundamenta ni se ampara en el disfrute, en el placer más sentido; sino que, tanto educadores como estudiantes a este saber lo asumen como una obligatoriedad y buscando formas que eviten el compromiso para pensar con rigor hasta sacar conclusiones cuyos resultados sean edificantes tanto para el que se educa aprendiendo, cuanto para la sociedad que necesita gente de saber al más alto grado de su cognición para realizarse en la sociedad: humanística, estética y/o científicamente.

Pues, solo cuando al acto de leer para aprender y disfrutar del conocimiento que por naturaleza está en nuestro ser, sea asumido desde un acto libertario, voluntario, estético y axiológicamente procesado en nuestra psique, con gallardía y decisión personal, tal como lo propone Eduardo Galeano, entonces será factible la necesidad de saber y de aprender desde el disfrute pleno: “El lector entra y sale de la casa de palabras como quiere, cuando quiere y por donde quiere, leyéndola del principio al fin o del fin al principio, de corrido o salteado o al azar, o como se le ocurra. La libertad prueba que la casa es de veras suya: en el lector, y por el lector, existe y crece” (1993).