Efraín Borrero E.
Cuenta Eduardo Vélez que por la década de 1950 viajar a Guayaquil era un calvario, dicho en lenguaje coloquial. Los comerciantes lojanos necesitaban trasladarse a esa ciudad porque era la proveedora de bienes y servicios.
Los pasajeros se embarcaban en un camión mixto que permanecía parqueado en lo que se conocía como “estación de tránsito”, que hoy es el Parque Bolívar. La mitad del vehículo era cubierta y en la parte exterior una parrilla para las maletas de cuero, cajones y carga pequeña. La otra parte era descubierta en donde llevaba la carga pesada y ganado. Unos tres o cuatro camiones ofrecían ese servicio.
En la parte cubierta había dos filas de bancas, que en la práctica eran tablones colocados para sentarse. Otro tablón servía de espaldar. En cada banca se acomodaban seis personas como podían.
Aún no existía la Cooperativa de Transportes Loja, que luego de su creación en 1961 estableció un turno a Puerto Bolívar, en uno de cuyos viajes ocurrió un hecho macabro que luego comentaré. Tampoco había la carretera Machala Guayaquil.
El camión partía entre las diez y once de la mañana rumbo al Pedestal para tomar la carretera a la costa, construida en la presidencia de nuestro coterráneo Isidro Ayora Cueva, a inicios de 1929, que luego llevó su nombre. Arturo Armijos Ayala anota que los trabajos duraron más de tres años porque la carretera fue construida con doscientos hombres, más o menos, que no disponían sino de carretillas, picos y palas.
Por la noche llegaba a Piñas, en la provincia de El Oro. Allí se pernoctaba puesto que no había garantía con la carretera ya que los derrumbes eran frecuentes. Durante el trayecto los rezos se multiplicaban porque a decir verdad el camino era bien culebrero.
Al siguiente día, a las cuatro de la madrugada, el viaje continuaba hacia Puerto Jelí, jurisdicción del cantón Santa Rosa, entre Puerto Hualtaco y Puerto Bolívar. El nombre deviene por la abundancia de árboles de mar llamados jelí.
Puerto Jelí era el punto marítimo más próximo para los lojanos, que ante la pobre calidad de la infraestructura vial logró satisfacer la demanda del transporte por la vía marítima. Ciertamente que, a treinta y dos kilómetros, aproximadamente, estaba Puerto Bolívar que tenía mejores instalaciones portuarias, pero las condiciones de la vía eran pésimas.
En aquel tiempo Puerto Jelí era un caserío, hoy se erige como una parroquia pujante que se ha desarrollado por su potencial gastronómico. Allí había que esperar todo el día en medio de un calor insoportable, hasta que suba la marea y embarcarse en cualquiera de las siguientes motonaves que ofrecían el cabotaje regular a Guayaquil: Presidente, Olmedo, Colón, Dayse Edith, Don Antonio y Jambelí.
En dos de ellas el servicio era superior ya que contaban con camarotes confortable, que por supuesto tenían un precio especial. Los clientes frecuentes se hacían acreedores a una tarjeta de cortesía. Para los que no querían incurrir en el gasto de camarotes estaban disponibles las hamacas. Todas las motonaves tenían una sección para carga y también para llevar ganado.
El viaje marítimo a Guayaquil se iniciaba a las ocho de la noche. Las motonaves tomaban el Estero de Pital, continuaban por el Estero Santa Rosa y luego el Canal de Jambelí rumbo hacia el Golfo de Guayaquil.
Los pasajeros se persignaban porque era conocido el peligro que acechaba el tramo frente a la Isla Puná. Precisamente, por lo peligroso de ese trayecto, años más tarde, el veinte y cuatro de diciembre de 1973, naufragó el barco Jambelí por exceso de pasajeros y carga, causando la muerte de 150 personas. Al darse cuenta del peligro, el capitán ordenó tirar la carga al mar, pero ya era tarde, el barco se estaba hundiendo provocando una tragedia que conmocionó al país.
Se llegaba aproximadamente a las cinco de la mañana al muelle número ocho del malecón de Guayaquil. El movimiento de los estibadores era ajetreado para descargar las motonaves. Muchos de los pasajeros esperaban las primeras horas del día para desembarcar, no tanto por temor cuanto porque las actividades de comercio se iniciaban más tarde.
La mayoría de esos pasajeros eran comerciantes que llevaban consigo una buena cantidad de dinero para respaldar sus transacciones comerciales, ya que el sistema financiero ecuatoriano no se había expandido a nivel nacional ni contaba con ágiles procedimientos operacionales. Recordemos que en Loja se estableció la primera entidad financiera privada: el Banco del Azuay, en 1963, que aún no contaba con procesos automatizados.
Mi padre, que también ejerció actividades de comercio al por mayor y viajaba con frecuencia a Guayaquil, nos comentaba que jamás tuvo preocupación o temor de desenvolverse en esa ciudad, dando a entender que “no había moros en la costa”.
Aseguró que, si por ciertas compras imprevistas no alcanzaba el dinero que los comerciantes portaban, comprometían su palabra de honor para pagar la diferencia en el próximo viaje; aquella palabra cuyo honor constituía norma de vida entre los lojanos.
Para el retorno a Loja las motonaves partían de Guayaquil a las ocho de la noche y llegaban a Puerto Jelí entre las seis de la mañana. Había que esperar el arribo de los camiones que venían desde Loja. Una vez que los repletaban con mercadería y luego de embarcar a los pasajeros, emprendían viaje a Loja entre las diez de la mañana, ciudad a la cual llegaban a la media noche, en una sola jornada.
“Chacho” Vélez recuerda todas las peripecias que tenían que vivir en ese viaje, que como suele decirse era matador. A los lojanos no nos quedaba otra alternativa que acostumbramos con resignación a esa dura realidad. Recordemos que el ser humano es un animal de costumbre porque es parte de nuestro sistema de supervivencia. Para transportarnos hacia la capital de la república el viaje también era fatigoso. Las empresas Santa y Panamericana demoraban dos días para llegar a Quito. El primer día a Cuenca con dormida en el Hotel Cantábrico, y el otro día a Quito, llegando a eso de las cinco de la tarde, con desayuno en Alausí y almuerzo en Riobamba o Ambato.
Con relación al macabro suceso que anticipé en líneas precedentes, Alberto González Solórzano, que fue un veterano del volante, citando a César Correa cuenta que, a inicios de 1968, un bus de la Cooperativa de Transportes Loja que llegó desde Puerto Bolívar, trajo un cajón pesado que fue posible descargarlo de la parrilla con el auxilio de varias personas.
Durante tres días permaneció en bodega en espera que su dueño se acerque a reclamarlo, lo que jamás ocurrió. De pronto un olor fétido comenzó a percibirse en las oficinas que funcionaban en la calle 18 de noviembre, entre 10 de agosto y José Antonio Eguiguren.
Los directivos de la Cooperativa acudieron a las autoridades correspondientes para hacer conocer el caso y en una diligencia especial procedieron a desclavar la tapa del cajón, encontrando el cuerpo en descomposición de una joven mujer, “bañado en una sustancia negra, como de aceite quemado”.
El macabro hallazgo se convirtió en noticia nacional, especialmente por la amplia difusión noticiosa que diera Diario El Universo, en la que hizo conocer la versión del ayudante del vehículo quien afirmó que el cajón fue desembarcado de una nave proveniente de Guayaquil y que un señor hizo contrato verbal para transportarlo desde Puerto Bolívar hacia Loja.
Lo cierto es que tan pronto se conoció la tétrica noticia, varios padres de familia de la costa se acercaron a las oficinas de Diario El Universo para hacer saber que sus hijas habían desaparecido hace semanas o meses, y que, a lo mejor, el cadáver podía corresponder a alguna de ellas.
Como en el mencionado periódico se consignó nombres y apellidos de las presuntas desaparecidas, muchas de ellas, por lo menos cincuenta, se presentaron en el mismo medio de comunicación para aclarar que no estaban muertas, “que estaban de parranda”, y que por falta de tiempo no habían podido reportarse a sus angustiados y sufridos padres.