Jesús vivió y creció en un pueblo llamado Nazaret, en la periferia, en la encrucijada de Galilea, en un lugar de mala fama: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”. Allí, en aquel entorno, en el seno de una familia humilde, el carpintero José, y María, esposa y madre, actualizaron las palabras de Simeón y Ana. “María guardaba las cosas en su corazón”.
Toda una profecía que se proclama, se escucha y se cumple. El niño, el joven, el inquieto Jesús hablaba de las cosas de su Padre. Para Él, debió ser fascinante conocer la casa de su Padre, el Templo. De la inquietud pasó al estupor, a lo fascinante. El valor y el amor a la vida, a lo diferente, también tiene el sabor de la calidez familiar. El valor de ser, siempre, una persona de bien para los demás. Aprendió a valorar, a darse, mirar, comprender, caminar y perdonar. Todo un tratado insuperable de ética y axiología. Con el paso de los años, en el vaivén de los siglos, Max Scheler dijo que “el amor preside la vida de la persona, la sostiene y la lleva a su plenitud”. Pensamiento actual, necesario como la lluvia a la tierra, la arena al mar. La persona, en su esencia, es más que una suma de valores. Es la obra maestra de Dios. El libro del Génesis enseña que el hombre fue creado a su imagen y semejanza. Con el aliento de vida que recibió llenó su totalidad ontológica de trascendencia. Max Scheler “actualiza el estado del hombre con la finalidad de compartir la idea de su centralidad. Lo sitúa en el ápice de todos los valores, jerarquizados en cuatro categorías: sensibles, vitales, espirituales, que comprende los estéticos, jurídicos, lógicos, religiosos”.
Hoy, con más urgencia, hay que apropiarlos para su bienestar. “Dos características fundamentales cabe destacar en la concepción scheleriana de la persona: su trascendencia y su actualidad; de ellas cabría derivar todas las restantes características en el plano esencial y operativo: espiritualidad, libertad, responsabilidad, capacidad. Quiere decir que la persona no es otra entidad dentro del mundo físico. El ser personal está abierto a la totalidad del mundo”. Estas consideraciones son el andamiaje que necesitamos para sobrevivir. Creo que nos falta solidez en nuestras acciones, ponderación y eficacia en nuestro modo de proceder.
En la línea de la espiritualidad de san Ignacio de Loyola, el Principio y Fundamento, cristocéntrico y eclesial, nos recuerda que el hombre ha sido creado para amar, servir, seguir, y, en todo, dar gloria a Dios. Jesús aprendió en su Nazaret a amar la tierra, a su hogar, a su familia. Aprendió a valorar. A ser crítico. A hablar de Dios como su Abba, su padre querido, a interpelarnos, también a desinstalarnos, lejos de la fría silla del conformismo y del oportunismo. En tiempos como los que vivimos hoy, inolvidables y crueles, la tormenta de la esperanza nos debe mantener más despiertos que nunca. Dios permanece en el hombre y, él, en el centro de su amor.