Leer un texto no es pasar la vista por las palabras; no es solo pronunciar bien y hacer las pausas correspondientes; no es solo quedarse en el significado de las palabras; tampoco es comprenderlo solo literal e inferencialmente; ni se trata solo de una codificación lingüística ni de ubicarlo en su contexto pragmático. Leer un texto es todo lo indicado y mucho más. Como señala Severito Croatto, “Leer un texto es producir (…) un sentido latente en un texto, codificado lingüísticamente pero nunca totalizado en su forma literaria. Contiene siempre una reserva-de-sentido que emerge en el texto cuando es leído (…) desde la vida” (1994).
Se quiera o no, se dé cuenta o no el lector, siempre lee desde la vida, es decir, desde su vida; desde sus límites socio-culturales o desde su riqueza intelectual y emotivo-ideológica. Por eso se vuelve polisémico; pues, “consciente o inconscientemente, toda lectura se hace desde las prácticas o desde el contexto cultural o ideológico de quien lee” (Croatto, 1994). Es cierto que el texto producido por el autor es unívoco, pero en manos del lector se vuelve irremediablemente polisémico, puesto que no se trata solo de comprenderlo literalmente, sino de inferirlo de conformidad con la hermenéutica, axiología, fenomenología y con los efectos antropo-etico-estético-contextuales que le son inherentes, de forma individual, a cada lector.
No se puede, por lo tanto, exigir a un grupo de lectores que piense lo mismo solo porque el texto es el mismo para todos. Así como un hablante tiene la posibilidad de inferir, el lector también la tiene desde su particular visión para adentrarse en el texto leído. Por eso, Umberto Eco señala que “la interpretación de un texto depende también (…) de ciertos factores pragmáticos y que, por consiguiente, no cabe abordar un texto a partir de una gramática de la oración que funcione sobre bases puramente sintácticas y semánticas” (1987), como suele hacerse en la educación escolarizada y hasta universitaria, con lo cual ese tipo de lectura obligada a ser leída desde la mera gramática de la oración produce lectores aburridos, apáticos, poco pensantes y nada reflexivos. Y, lo más grave, poco afectuosos para un texto que puede explorárselo sin ningún adoctrinamiento que desde fuera del lector pueda llevarse a cabo.
Leer, por lo tanto, desde nuestra consideración hermenéutica, es aportar desde una especial filosofía de vida, lo cual le lleva al lector no a una lectura gramaticalizada ni concordista, porque así, la lectura “superficializa el mensaje al nivel de una facticidad externa, confundiendo lo que sucede con su sentido” (Croatto, 1994).
En el fondo de lo humano, no se lee para aprender sino para pensar creativa, imaginativa y razonadamente desde una vivencia poético-axiológico-ecológica y desde la ciencia del amor a la sabiduría que, a más de comprender la realidad, nos encamina a comprometernos con ella. Pues, una lectura que nos encamine a la propulsión de “una ética de la comprensión planetaria [es decir como una especie de] política al servicio del ser humano inseparable de una política de civilización que abriría la vía para civilizar la tierra como casa y jardín de la humanidad” (Morin, 1999).
Por lo tanto, una lectura que nos lleve a esa reserva de sentido que el lector sí la asume cuando lee libre y voluntariamente, tal como lo asevera Juan Domingo Argüelles: “Un lector atento involucra en su natural disposición la sensibilidad y la inteligencia (…). [Por eso,] no nos escandalicemos porque desean leer libros de muy bajo nivel intelectual y de nulo prestigio literario, si en esas lecturas ellos le encuentran sentido positivo al acto de leer” (2014) a través de una especulación racional, emotiva, muy sentida y viva en la cognición personal.