La educabilidad del ser humano es un reto de toda la vida. Para hacerlo hay infinidad de formas adecuadas que permiten el desarrollo y la puesta en práctica de una serie de actitudes axiológicas estéticamente sentidas para hacer de la vida un emporio de cultura, de ciencia, de humanismo, de arte. Una de esas formas para expresar la grandeza intelectual y espiritual a la que es posible llegar no sin un adecuado esfuerzo de voluntad, disciplina y talento, lo constituye el lenguaje a través de su expresión lectora y escriturística.
Por supuesto que, educarse desde el texto escrito, es educarse axiológicamente desde el talento que está expuesto en la entelequia y en el corazón. Ningún ser humano “nace con un corazón realmente frío sino solo en la proporción en que perdemos el íntimo calor en nosotros” (Yutang, 2005) que es el que nos anima y nos motiva para que nos demos cuenta que, como sostiene Álvaro Agudelo (2002), “cuando de leer se trata, no se pueden seleccionar textos al azar, o por consejos, o por decires, tienen que elegirse documentos que hayan transformado la cultura, aptos para la educabilidad del hombre, de la humanidad que corre en nuestras venas. Textos que transformaron al mismo hombre, sin los cuales no se puede correr la gran aventura humana, puesto que son nuestros, de nuestra lógica humana, de nuestra carne, de nuestra especie, reveladores del misterio que escondemos como individuo o como grupo o como colectividad, textos de verdad escritos para una humanidad educable”.
Esa educabilidad a partir del texto implica una educación cognitiva, ética y lingüística en la que, entre tantos factores fenomenológicos que se sienten mental y corporalmente, está aquella de que la lectura bien sentida y asumida libremente, activa el nervio de la compasión, es decir el nervio vago del cual hablan los neurocientíficos como un nervio craneal fascinante. “Entre sus muchas funciones está la de producir esas ondas calurosas que se expanden por nuestro pecho cuando nos emocionamos o algo nos conmueve. Las mismas ondas que provocan esa tibieza interna que sentimos cuando nos abrazan. Por eso se le llama el nervio de la compasión. Este curioso apodo se lo debe al neurólogo Stephen W. Porges, que lo denominó así al descubrir la facultad ‘amorosa’ de gran parte de su actividad” (Rowlands, 2017).
Por lo tanto, si al leer logramos sentir esa tibieza interna hasta emocionarnos en lo más profundo de nuestra interioridad, es porque el nervio vago, o de la compasión, está activo, y esto implica, según el decir de los científicos, “que la activación del nervio vago está directamente relacionada con sentimientos de cuidado, protección y ética (…). Además, hoy se sabe que su estimulación puede incrementar nuestras habilidades cognitivas, calmar nuestro ánimo y equilibrar nuestro comportamiento. No es de extrañar que algunos autores se refieran a este nervio de la compasión como la conexión entre el cuerpo y el espíritu” (Rowlands, 2017), tan válidos, por lo tanto, para la educabilidad de nuestro accionar humano.
Y si desde la activación del nervio de la compasión es posible leer tan exquisitamente, entonces, como señala Argüelles, “cada quien lee lo que se le pega la gana, y si esto le satisface y no daña a los demás, ¿cuál es el problema? Un promotor del libro debe tener en cuenta no nada más la estética sino también la ética. En todo acto de enseñanza, la ética es una necesidad, y en el caso de la lectura una estética sin ética no sirve para nada (…). Es importante saber que la cultura, la lectura y aun la alta escolaridad, por sí mismas, no nos salvan de ser unos canallas (…). La gente no comete delitos y canalladas por no saber leer y escribir; los comete por una pobreza de espíritu” (2014). De ahí la importancia de saber activar el nervio de la compasión para que desde una adecuada opción lectora se active lo estético, lo ético y lo metacognitivo.