Galo Guerrero-Jiménez
La comunicación digital hoy abarca gran parte de nuestra vida; pues, las circunstancias actuales así lo ameritan; sin embargo, el hecho de estar 8, 10 o más horas en la pantalla, bien en un computador o en un celular, dispersa la mente para la apropiación del conocimiento, del lenguaje, de lo humano, de manera que lo que se lea o escriba nos sirva para que la vida sea una auténtica comunicación desde el contacto, desde la presencialidad corporal inteligente y emotivamente asumida, de manera que una sabrosa conversación, “una mirada, un abrazo (…), un beso, una despedida (…), la risa o una bofetada son formas de energía capaces de impulsar el proceso de la vida del que todos formamos parte” (Del Rosario, 2019) para realizarnos más armónicamente para el encuentro personal.
Por eso, “quien escribe y quien lee siempre tendrá algo que aportar a favor de la condición humana (…). La lectura, como la brújula, puede abrir infinitos caminos, sueños, vuelos y aterrizajes. Quizá por eso los libros [sobre todo escritos en papel, en físico] pueden abolir fronteras y suscitar una hermandad más fuerte que las ideologías de poder” (Parrilla, 2021), ante todo porque el ejercicio de leer fuera de la pantalla ayuda a condicionar nuestra mente para asimilar cognitiva, metalingüística e inferencialmente mucho mejor la información que en calidad de conocimiento se la procesa desde la inteligencia lingüística, emotiva y espiritual, puesto que la lectura de un texto cuando nos deja una huella profunda, activa cerebralmente el nervio de la compasión, lo cual nos vuelve más sensibles, más analíticos y reflexivos para organizar positivamente nuestra vida a favor de lo bueno, de lo noble, de lo que tiene sentido para lo más pleno y fructíferamente humano.
En este orden, “tenemos todas las de ganar y no hay tiempo que perder. En la era tecnológica en la que vivimos, todos podemos beneficiarnos de lo que la lectura (…) nos aporta, pero en el caso de los niños la necesidad es urgente. Muchos jóvenes llegan a pasarse nueve horas al día ante una pantalla. Están rodeados de tecnología que configura su mundo, absorbe su atención y se apodera de sus manos y de sus ojos…, y necesitan en su vida la presencia de adultos que les lean libros no a pesar de ello, sino precisamente por esta razón” (Cox Gurdon, 2020).
Sin embargo, el problema de leer para vivir cognitiva, lingüística, axiológica y estéticamente para el esplendor de la comunicación más sentida, no es tan sencillo, puesto que no se han creado las condiciones básicas para leer con el más pleno placer, sino más bien como un tormento, puesto que los niños y los jóvenes creen que la lectura solo sirve para cumplir con una tarea escolar, por eso el disfrute que sienten al estar en las pantallas es más pleno que estar leyendo en físico un texto.
De ahí que, para que haya un acercamiento con plena voluntad para leer, se recomienda que se empiece a leer en voz alta. “El tiempo que dedicamos a leer en voz alta es un tiempo que no puede compararse con ningún otro. Cuando una persona le lee a otra se da una alquimia milagrosa que convierte las cosas corrientes de la vida -un libro, una voz, un lugar donde sentarse y un poco de tiempo- en una energía extraordinaria para el corazón, la mente y la imaginación” (Cox Gurdon, 2020).
Pues, se trata de una experiencia compartida, extática y ética, tan vital y hermosa como las madres que aún les siguen leyendo a sus tiernos hijos cuando van a dormir. La personalidad de quienes se unen en este acto amoroso de la lectura en voz alta, produce un efecto ético. Por eso, concuerdo con López Quintás: “La ética nos explica hoy que el amor auténtico solo es posible cuando dos personas cultivan su personalidad hasta el punto de entregarse generosamente la una a la otra, se integran y, al hacerlo, crean una realidad originaria, a la que alude el pronombre nosotros” (2014); en este caso, el texto, el que lee en voz alta y el que escucha.