El baúl de los recuerdos: Recordando a un gran hombre

Efraín Borrero E.

Hace pocos días falleció nuestro dilecto amigo, Wilson González Villavicencio. La infausta noticia causó honda pena porque en nuestro medio social fue sumamente apreciado.  

Wilson vino en 1963 a esta tierra generosa y hospitalaria que ha acogido como suyos a quienes han tomado la decisión de afincarse en ella en procura de prosperidad, y para contribuir con su esfuerzo y trabajo a su desarrollo.

Fue como consecuencia del establecimiento en nuestra ciudad de la sucursal del Banco del Azuay, la primera entidad financiera privada que funcionó en Loja. Las gestiones de prestantes ciudadanos lojanos para lograr ese objetivo fueron exitosas. María Eugenia, en su hermoso libro “El ser inolvidable”, destaca que fue grande el empeño en este proyecto innovador puesto por su padre, Rogelio Valdivieso Eguiguren, vislumbrando el adelanto económico y social que la apertura de dicha institución bancaria representaría para Loja.

También vinieron desde Cuenca para trabajar en el Banco del Azuay, el recordado Rolando “Pajarito” Merchán Semería, casado con Laura Isabel Aguirre, quienes, con su hija Cecibel, fallecieron en un trágico accidente de Tame; y, Rubén Ledesma Ochoa, que luego contrajo matrimonio con la espiritual dama lojana Martha Eguiguren Román.

Con su don de gente y la forma en la que se relacionaba con los demás, Wilson se integró rápidamente a diversos círculos sociales y jorgas de amigos. Con la nuestra, que reunía a Augusto “Nisho” Álvarez, “Chabaco” Valdivieso, Pío Enrique Cueva, Manuel Campoverde, Franz Vélez, Víctor “El Macho” Guerrero, Fabián Tapia, Guido Beltrán y a los hermanos Iván y Efraín Borrero, entre algunos, fue con la que más se llevó.

El punto de encuentro de las jorgas era el parque central, constituido también en el centro de convergencia de las actividades administrativas y bancarias de la ciudad. Estaba rodeado de edificaciones patrimoniales que en nombre de la modernidad fueron reducidas a escombros a vista y paciencia de todos.

Gracias a Dios que no se les ocurrió derruir el edificio donde actualmente funciona la Prefectura Provincial, construido bajo la dirección del arquitecto chileno Hugo Faggioni Marí, quien luego adoptó la nacionalidad ecuatoriana. Allí estaban amontonadas las oficinas de varias instituciones públicas: gobernación, alcaldía, prefectura, obras públicas, intendencia de policía, correos y el telégrafo, llamada así porque uno de los medios para comunicarnos con el resto del país era a través del sistema Morse.

Wilson no frecuentaba las Cecinas de la “Y”, especialmente los viernes en la noche, como lo hacíamos nosotros, en cuyas reuniones de amigos no faltaba el Cantaclaro y una guitarra. Ese local icónico de Loja, situado en la esquina de las calles Zoilo Rodríguez y Clodoveo Carrión, se conserva desde entonces.    

Wilson se recogía a tempranas horas de la noche, sobre todo porque debía ser prudente ya que tenía una habitación en el edificio del mismo Banco del Azuay, que para entonces funcionaba junto a lo que hoy es BanEcuador. Siempre fue un funcionario de la más absoluta confianza por su inquebrantable honestidad.

Pero sí participaba en las fiestas que organizábamos frecuentemente los fines de semana. Los dueños de las casas, padres de nuestras amigas y amigos, facilitaban su amplia sala seguros de nuestro comportamiento.

Las fiestas se realizaban siempre por la tarde: desde las dos hasta las seis. En ocasiones se pasaban unos minutos más. De la animación musical se encargaba Rodrigo Arpi quien llevaba su pesada rockola a cambio de veinte sucres la hora.

También animaban las reuniones bailables algunos conjuntos musicales, como “Los Delfines”, integrado por Edgar Palacios en la trompeta, Jorge Ochoa en el acordeón, Estefan Valarezo en el clarinete y saxo, Ángel Jaramillo en la batería y Rafael Soria como cantante. Recuerdo que Alfredo Tapia, Jorge Valarezo, Hernán Acevedo Jr. y Lizandro Cabrera también alternaron en ese Conjunto que tuvo corta existencia: desde 1958 hasta 1962. Realmente eran buenísimos. 

Inmediatamente se creó el Conjunto “Los Player’s”, conformado por Humberto Gordón en la guitarra, Luis Gordón en el saxo, Guillermo Espinosa en el acordeón, Jorge Valarezo en la batería, y Edwin Cueva, cantante. El Conjunto estaba en pleno furor y lo hacían magníficamente bien. Se lucían interpretando “Sabor a Miel” de la Tijuana Brass.

La alegría duró pocos años porque en 1967, el maestro Medardo Luzuriaga se los llevó a Quito para dar vida a la prestigiosa orquesta «Don Medardo y sus Player’s», que arrasó con la preferencia de los ecuatorianos. Después de cosechar tantos aplausos a lo largo del tiempo sigue en la cúspide del éxito.

Con un pasodoble se iniciaba la matiné bailable, después venían los éxitos del momento a ritmo de merengue, cumbia y otros. Los boleros estaban reservados para los enamorados y como todos nos conocíamos siempre respetábamos ese espacio de romance.

Nuestra actitud frente a las amigas invitadas era de sumo respeto. Para solicitar el honor y la dicha de compartir una pieza musical con alguna de ellas cumplíamos una especie de protocolo, inclinándonos y extendiendo cultamente la mano como signo de petición.

Con esos conjuntos musicales también se daba serenos, y esos sí eran “golpes de Estado”, por el efecto que causaban. En otras ocasiones acudíamos a algún cantante conocido acompañado del “Ñaño Flaco” o del “Pelado Fernández”, que eran panas.

Los domingos en la mañana, de once a doce, y en la noche de ocho a nueve, la banda de la zona militar brindaba la retreta y era la oportunidad para galantear a las bellas amigas. Dábamos la vuelta al parque una y otra vez, siquiera unas diez vueltas.

En los últimos años del Banco del Azuay, mi querida hermana, Julia Silvana, mujer con ejemplar dechado de virtudes y honestidad a toda prueba, era la encargada de comercializar dólares americanos en una época en que el sucre fue la moneda oficial. Ella tenía bajo su responsabilidad una pequeña caja fuerte cuya clave también conocía Wilson, porque era el jefe General de Caja.

En cierta mañana, Julia Silvana abrió la caja fuerte para iniciar su delicada labor y, oh sorpresa, encuentra allí una corona fina de oro con diamantes que ocasionalmente lucía la Venerada Imagen de Nuestra Señora de El Cisne. Milagro, exclamó con voz alta, y juntó sus manos en señal de oración. Wilson que estaba cerca le dijo: tranquilícese Julita, no es ningún milagro, esta joya ha sido confiada al Banco para su custodia, ya que hace poco tiempo desaparecieron otras joyas preciosas de Mama Virgen.

A Wilson González Villavicencio lo recordaremos siempre como un hombre de bien, como el amigo fiel, como el joven forastero que llegó a Loja sin pensar que ésta sería su entrañable tierra a la que conquistó a base de respeto, amistad y cariño. Bien cabe recordar la célebre frase atribuida a Julio César: «Vine, vi, vencí».