P. Milko René Torres Ordóñez
La practicidad de nuestra fe es compleja porque es exigente. La solidaridad y el compromiso no pueden ser antagónicos. Un profeta como Isaías vivió en un período histórico en el que todo lo hermoso e importante se había derrumbado. El “resto de Israel”, humilde y sencillo, es quien asume con firmeza la realidad. ¿Cómo entender la llamada a la resiliencia? La ciudad de Jerusalén, el Templo, es una quimera adornada por el dolor, la humillación, el desastre, la muerte. ¿Es suficiente el ayuno para amainar el furor del castigo divino? ¿Qué es lo que quiere Dios? La recuperación de la libertad ofrece una sencilla clave: ir al encuentro con el prójimo, carne de su carne.
Hoy, al igual que ayer, el dolor es un dato complementario en la estadística, o un suceso que no merece mayor difusión y valoración. Lo que Dios quiere como ayuno y mortificación, es la apertura al prójimo, a “la propia carne”, en el lenguaje específico del Antiguo Testamento, con ello se revelan las causas de la crisis: la falta de identificación con el que sufre, la indiferencia ante el hambre, la desnudez o la pobreza de los otros, considerándolos como algo que se descarta porque no tiene importancia. El hambre afecta a todos. La justicia social alimentará la solidaridad exánime porque revivifica a la madre de la esperanza. La voz del Apóstol es la del pueblo. Fuerza inexorable que otorga dignidad al que sufre más. Isaías en el Antiguo Testamento y Pablo en el Nuevo asumen sus fracasos misioneros frente al tribunal de cada entorno indolente e insensato. Pablo de Tarso reconoce que la sabiduría de Dios no encaja en las ideologías del mundo. La comunidad de Corinto, blindada a causa de su opulencia económica centrada únicamente en producir, tener, no compartir, en adelante mostrará otro rostro. Acepta el Evangelio con todas sus implicaciones. El Apóstol de las Naciones reafirma su profunda convicción en Jesucristo, como liberador de la esclavitud del pecado. La Iglesia vive su gloria y su grandeza con la plenitud del mensaje que nació en una noche de diciembre para identificarse con la cruz gloriosa del viernes santo. De hecho, si es perseguida deja la impronta del amor solidario; quien ama de verdad llena de luz el hogar de su hermano. El creyente que no aporta con su ímpetu misionero vive lejos de sí mismo. La comunidad cristiana debe subir a lo alto del monte de las bienaventuranzas que nacieron con la finalidad de dar razón de su fe; ellas son un compromiso, una praxis, que debe testimoniarse. Cada cristiano es sal de la tierra y luz del mundo. No vamos a quedarnos en la humilde proclama de un mensaje que parece auténtico, pero que en su más cruda verdad es dolorosamente falso, supremamente cruel e indigno. El último tramo hacia el podio más alto y solemne lo logramos con amor, entrega, sacrificio. La realidad de nuestra Iglesia perseguida en las circunstancias actuales responde al querer y al sentir de Jesús. En su nombre lanzamos las redes al mar para navegar en su barca, contra viento y marea. Así, resucitamos en el corazón de quien nos ama incondicionalmente.