Montevideo y sus escritores del Café Brasilero

Santiago Armijos Valdivieso

Conocer Montevideo es una experiencia especial. Será porque se trata de una ciudad majestuosa, tranquila, ordenada y limpia, en la que los ruidos del tráfico son menores, la inseguridad es casi inexistente y su gente es amable, ilustrada, cordial y desenfadada. 

En el centro de la “Plaza Independencia”, que es la más importante de la ciudad, se levanta un imponente monumento al General José Gervasio Artigas, padre de la patria uruguaya por ser líder del proceso independentista. Alrededor de dicho parque se asientan enormes y preciosas edificaciones como la Puerta de la Ciudadela, el Palacio Salvo y el Palacio Estévez, sede del poder ejecutivo desde el que gobierna el presidente Luis Lacalle Pou. En uno de sus costados, el Teatro Solís, maravillosa construcción en el que germina gran parte de las artes escénicas uruguayas, contempla la plaza y le da mayor esplendor y distinción.

Cerca de allí, a pocas cuadras, se encuentra el Café Brasilero, una cafetería y bar cultural y bohemio, fundado en 1877, cuya historia está repleta de anécdotas y sucesos literarios, protagonizados por los grandes escritores e intelectuales uruguayos, quienes, con devoción, acudían allí para escribir, conversar, inspirarse, escuchar tangos y disfrutar del café, las medialunas (unos panecillos de hojaldre en forma de luna menguante) y el dulce de leche de generosa vaca uruguaya. Por ello, con justicia, la Intendencia Municipal de Montevideo lo declaró sitio de interés cultural.

Entrar al bar provoca respeto y emoción, más aún cuando se hace uso de las viejas sillas de madera en las que se sentaron: Juan Enrique Rodó, Juan Carlos Onetti, Idea Vilariño, Mario Benedetti o Eduardo Galeano. Aproximadamente, unas veinte mesas, alineadas en tres filas y asentadas en un piso de pino, y al fondo una barra con estantería de espejos, repleta de licores, atendida por una agraciada y elegante montevideana de camisa blanca impoluta, hacen brillar el hermoso lugar.

Según refiere el Diario El Espectador y corroborado con un ilustrado mesero que me atendió con enorme amabilidad en el bar, el gran Juan Carlos Onetti empezó a escribir la novela “El pozo”, publicada en 1939, bebiendo tasas de café, una tras otra, sin azúcar y acompañado solamente por un cuaderno y tres plumas. También se cuenta que, cuando se le acababa el papel, Onetti escribía en la madera de la mesa que frecuentaba para luego pasarlas al papel. Eso sí, lo escrito en la madera lo borraba con aceite. La sui géneris costumbre de Onetti llegó a tal extremo que le propuso al dueño del bar, que le vendiera la mesa que siempre ocupaba para poder rayarla cuando quisiera.

Al Café Brasilero también acudía, regularmente, Idea Vilariño, destacada poetisa uruguaya, quien tuvo una tormentosa relación sentimental con Onetti y fuera autora de uno de los mejores poemas de desamor, escrito precisamente en una de las rupturas con el genial creador de la novela El Astillero. El poema titula “Ya no”, y dice así: “Ya no será/ya no/no viviremos juntos/no criaré a tu hijo/no coseré tu ropa/no te tendré de noche/no te besaré al irme/nunca sabrás quién fui/por qué me amaron otros. //No llegaré a saber/por qué ni cómo nunca/ni si era de verdad/lo que dijiste que era/ni quién fuiste/ni qué fui para ti/ni cómo hubiera sido/vivir juntos/ querernos/esperarnos/ estar. //Ya no soy más que yo/ para siempre y tú/ya no serás para mí/más que tú. //Ya no estás/en un día futuro/no sabré dónde vives/con quién/ni si te acuerdas. //No me abrazarás nunca/como esa noche/nunca. //No volveré a tocarte. //No te veré morir”.

Se sabe que Onetti fue un apasionado del tango y, especialmente, admirador de las canciones que entonaba Carlos Gardel. Precisamente, cuando rompió con la poetisa Idea Vilariño, gustaba escuchar el tango Amurado, cuya letra es de José de Grandis y cantado exquisitamente por el “zorzal criollo” que suena así: “Una tarde más tristona que la pena que me aqueja/arregló su bagayito [equipaje en lunfardo] y amurado me dejó. //No le dije una palabra, ni un reproche, ni una queja…//La miré que se alejaba y pensé: ¡Todo acabó! // ¡Si me viera! / ¡Estoy tan viejo! / ¡Tengo blanca la cabeza! / ¿Será acaso la tristeza/de mi negra soledad? //Debe ser, porque me cruzan tan fuleros berretines/ que voy por los cafetines/a buscar felicidad. //Bulincito que conoces mis amargas desventuras, /no te extrañe que hable solo. / ¡Que es tan grande mi dolor! /Si me faltan sus caricias, sus consuelos, sus ternuras, / ¿qué me quedará a mis años, si mi vida está en su amor? // ¡Cuántas noches voy vagando angustiado, silencioso/recordando mi pasado, con mi amiga la ilusión!”.

También fuel leal visitante del icónico Café Brasilero, Mario Benedetti, el extraordinario poeta y escritor uruguayo, nacido en Paso de los Toros (Tacuarembó). Se cuenta que su mesa predilecta está ubicada cerca al ventanal de la entrada. Allí habría encontrado el lugar ideal para lograr inspiración y escribir parte de su prolífica obra poética. A más de ello, Benedetti compartía y charlaba distendidamente con amigos y seguidores de su extensa obra literaria, dedicada, en gran parte, a describir el Uruguay de sus amores y dolores. Su fotografía adorna y da buena vibra a la mesa que frecuentaba. Siendo Benedetti también un amante del tango, en un pasaje de su novela La borra del café, escribió esto: “Es virtualmente imposible que, después de varios tangos, dos cuerpos no empiecen a conocerse”.     

Otro fiel inquilino del Café Brasilero fue Eduardo Galeano, brillante periodista y escritor montevideano, y un referente en Latinoamérica a la hora de discutir su realidad y sus flagelos. Justamente, en la pared cercana a la mesa que ocupó por veinte años para escribir, leer el periódico desde el final al principio y beber café con leche y medialunas, consta una fotografía suya en la que se lo ve en plenitud y proyectando inteligencia. Se cuenta que, en el año 2008, Galeano lanzó en dicha cafetería su libro titulado: Espejos. Habría tomado esa decisión, a pesar de que el sitio era pequeño y entraban apenas unas siete decenas de personas, pues, su intención era honrar su casa pública, como la llamaba, ante todo y contra todo.

En una entrevista citada por el Diario El Espectador, el autor de Las venas abiertas de América Latina habría dicho sobre el bar, lo siguiente: “A los cafés de Montevideo les debo todo, porque yo no tuve educación formal, ni siquiera primero de liceo. En los cafés aprendí el arte de vivir y el oficio de narrar”. También habría agregado: “Es el último café de los mohicanos, el que sobrevivió al arma fatal del progreso, porque los demás quedaron arrasados, convertidos en porquerías de plástico”.

Siempre he pensado que las cafeterías son espacios mágicos para ralentizar la frenética vida que nos roba el aliento, en el sosiego de una tertulia con los buenos amigos, bajo el calor bienhechor de un buen café o de una aromática tizana. También creo que las cafeterías son buenos lugares para leer, para escribir o simplemente para reflexionar. Cuando estos lugares desafían el tiempo y se nutren de la visita de varias generaciones alcanzan la categoría de templos de la cultura y del arte de la conversación, en los que, a ritmo de charlas fluidas, nutritivas y caudalosas se cose el gran tapete de la vida y de las simples historias que nos hacen más humanos y confirman que somos gregarios por naturaleza.

Qué agradable experiencia fue conocer el Café Brasilero de Montevideo y saborear la literatura de sus fieles escritores. Si se llega a Montevideo hay que visitarlo.