Galo Guerrero-Jiménez
Aprender a entender el mundo y nuestro comportamiento humano exige un trabajo continuo de estudio y de reflexión personal, sobre todo desde el ángulo de una filosofía experiencial que es la que nos lleva a significar la información que del mundo recibimos a diario hasta hacer de ella un conocimiento adecuado y de utilidad personal y social, de manera que, desde nuestra sabiduría interior, aprendamos a obtener “la posibilidad de un mejor bienestar interno, crecimiento personal, desarrollo de nuestras capacidades inherentes, resolución de nuestros conflictos, avance del conocimiento, vivencia de unas relaciones personales más enriquecedoras, cultivo de la espiritualidad y de otras muchas otras facetas de la vida, entre ellas la propia salud física” (Barceló, 2013) sin la cual no es posible emprender con ahínco en todas las actividades cotidianas que como seres humanos tenemos derecho para llevarlas a cabo desde la mejor expresión de nuestra idiosincrasia personal.
Sin embargo, esta filosofía experiencial si no es desde el desarrollo y cultivo de nuestra sabiduría interior no nos permite llegar a entender el mundo desde la mejor óptica de lo humano, sobre todo porque la sabiduría no es algo que está ya automáticamente instalada en la persona. Tomeu Barceló aclara muy bien el concepto de sabiduría cuando asevera que “la sabiduría es una posibilidad. Se despliega a medida de nuestra experiencia, de la capacidad que tengamos de significar nuestra experiencia, de la voluntad de comunicar auténticamente nuestra experiencia interna a otro y de la captación de la experiencia de la otra persona” (Barceló, 2013).
Es decir, cómo comunico mi experiencia interna al prójimo y cómo capto la experiencia de ese prójimo a través de los diferentes mecanismos y medios que tenemos a nuestro alcance: esta experiencia es la que nos permite desarrollar nuestra sabiduría interior. Con ella es posible que la comunicación a través de la palabra oral y escrita tenga su mejor intencionalidad.
El desarrollo de la sabiduría interior exige, por lo tanto, preparación, autodisciplina, constancia y transparencia en cada accionar humano. Si desde la familia y desde la escuela, en los primeros años de educación básica, lográsemos desarrollar, como objetivo máximo, este gran ideal de vida, el niño estaría en condiciones mucho más adecuadas para comprender todo el proceso de su formación escolar, sobre todo, el de la oralidad, el de la lectura y el de la escritura. Desde esta óptica, nos dice Berta Braslavsky: “Ya no se trata de leer letras y palabras para leer las oraciones, sino de leer oraciones para aprender las palabras” (2013), porque son ellas las que nos llevan a significar el mundo. “Se trata ya de una comprensión activa en el intercambio de ideas que se produce entre el lector y el autor a través de un texto y en la situación determinada por el propósito del autor, es decir, por la intención, por la necesidad de resolver un problema que tiene cuando aborda el texto. El lector puede ir más lejos y construir significados nuevos que superen los significados expresados por el autor” (Braslavsky).
Por eso, si no hemos logrado cultivar el desarrollo de una sabiduría interior desde nuestra experiencia personal, la lectura no tiene sentido simplemente porque aún no hemos podido llegar a significar la experiencia humana, sobre todo, desde el desarrollo de la comprensión que, como todos sabemos, “es un proceso en que el lector construye significados interactuando con el texto a través de la combinación de conocimientos y experiencias previas”( Braslavsky), las cuales deben estar sustentadas en nuestra más genuina filosofía experiencial.