La ley del amor

P. Milko René Torres Ordóñez

La Palabra de Dios comunica, entrega y genera vida en abundancia. Dios crea todo con la fuerza de su amor. El hombre es portador de aquel don divino. Es imagen y semejanza de Dios, Principio y Fin de todo cuanto existe. En la línea de la interpretación rabínica la Sagrada Escritura tiene setenta caras. Este criterio acentúa el carácter inspirado del mensaje de amor de Dios a los hombres. Los profetas, como Ezequiel, comparten al modo humano la Palabra divina. La vida de un hombre de Dios, llamado a anunciar y denunciar, resulta compleja e incomprendida.

Sin embargo, es necesaria su presencia. Su voz es una espada de doble filo. Llega como un fuego devorador. Habla desde el amor que transforma, que es incontenible: “A ti, hijo de hombre, te he constituido centinela para la casa de Israel. Cuando escuches una palabra de mi boca, tú se la comunicarás de mi parte”. Ezequiel será responsable de la salvación de la vida de una persona. Una de las claves de la espiritualidad profética es la llamada a la conversión. El autor del Salmo 94 invita a escuchar la voz de Dios: “Hagamos caso al Señor que nos dice: ‘No endurezcan su corazón’. Un imperativo profundo y riguroso. Vigente, ayer y hoy. Una lectura sosegada de la carta de Pablo a los Romanos siembra más de un cuestionamiento: ¿Qué enseñan los mandamientos de la ley? El amor a Dios y al prójimo. El Apóstol exhorta: “No tengan con nadie otra deuda que la del amor mutuo, porque el que ama al prójimo, ha cumplido toda la ley”. Así, la ley del amor es la ley de la vida. Como seres humanos, peregrinos en la fe hasta llegar al encuentro definitivo con Dios, nos sentimos bombardeados, empapados, de mucho relativismo, como una consecuencia de un proceso recurrente que pretende quitar a Dios de nuestra vida. La debilidad del hombre, su poca respuesta a valorar aquello que puede devolverle su identidad, es una tendencia a la vista de todos. Los sistemas totalitarios, las ideologías, nos ubican al borde de un abismo que abre sus alas para llevarnos a la muerte. Nos quedamos inermes. Sin recuperar la capacidad de reaccionar para continuar viviendo. El más sublime sonido de libertad lo encontramos en el mensaje de Jesús: “Yo les aseguro que todo lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo”. La tenebrosa esclavitud actual, tan parecida a la de otros tiempos, reluce con mayor ímpetu. ¿Vivimos atados? ¿A qué estructuras? ¿A qué cadenas? Son incontables e interminables. No dejemos de lado la invitación de Jesús para aceptarlo: “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”. Jesús no es un ingrediente de una religión que encubre verdades a medias. Él es el Camino para alcanzar una liberación en plenitud. Basta hacer un giro al interior de nuestro ser para sentir paz, alianza de amor que une y supera todas las formas de egoísmo que sepultan la buena voluntad de los hombres que quieren luchar por construir un mundo mejor.