P. Milko René Torres Ordóñez
La Sagrada Escritura es más que un libro. Es Palabra viva que infunde paz, perdón, sabiduría. En su primera parte, en el Antiguo Testamento, encontramos tres secciones bien definidas. Las transcribimos con su terminología en lengua hebrea: La Ley (Torah), Los Escritos Proféticos (Nebiim) y los Libros Poético Sapienciales (Ketubim). La literatura sapiencial es un tratado magnífico que ilumina y orienta nuestra convivencia diaria.
De ella destaco uno. El Eclesiástico es reconocido como una obra monumental. Aborda, entre tantos, temas acerca de la catequesis, la ética, la teología. El maestro de sabiduría se ha propuesto exhortar a la comunidad los conceptos que dignifican su espíritu. Uno de aquellos es el perdón. La ira, la venganza, el odio, el rencor, son pasiones humanas que brotan de un corazón que no late tranquilo. El mensaje del Eclesiástico es muy fuerte, pero indispensable en toda circunstancia: “Cosas abominables son el rencor y la cólera; sin embargo, el pecador se aferra a ellas”. La clásica fórmula que imperaba como un huracán en el modo de vivir de los israelitas, la ley del talión, “ojo por ojo, diente por diente”, es merecedora de una urgente actualización. Tenemos que hablar de “misericordia”, porque, de esta manera, volvemos a pensar en el corazón de Dios. No podemos considerarnos cristianos cuando experimentamos el fatídico impacto de una tormenta que nos ahoga con malos comportamientos, deseos irrefrenables, para morir lentamente en nuestra propia ley. San Pablo, en la lectura de Romanos, nos ha dejado una gran invitación: “Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor”. ¿Cómo entenderla? Pablo responde: “Somos del Señor. Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos”. De nuevo evocamos la necesidad de lanzar por los cuatro puntos cardinales un grito de libertad. Jesucristo es la ley que nos libera de los patrones opresores, los señores de este mundo: las dictaduras, el latrocinio, el afán desenfrenado de dominar a cualquier precio. El cristiano no puede vivir para sí mismo. Debe “desvivirse” por los demás. Es un pensamiento determinante en el hoy de este tiempo. Cristo, muriendo, nos devolvió la vida. Resucitando, la glorificó. La misión de Jesús es donación. En las manos del Padre entregó su espíritu. Nos enseñó, con su ejemplo, a perdonar más de setenta veces siete. Siempre vigilantes como las vírgenes prudentes. La pedagogía de Jesús, paradójica, única en su expresión y su método, es sabiduría al más alto nivel. Cuenta, en la parábola del “siervo despiadado”, que el perdón es cualitativo. El Hijo quiere mostrar el rostro del Padre: su corazón rebosante de misericordia. San Mateo esboza un tratado que ensalza la gratuidad del amor. Nos invita a tener piedad. No existe novedad en la dureza de corazón que reina por doquier. La Palabra de Dios recuerda que sin el perdón estamos abocados a naufragar. Edith Eger, en su obra “La Bailarina de Auschwitz”, hace una relectura del arte de perdonar. Nos cuenta su camino de sanación y liberación, en el que, sanando sus heridas en lugar de seguir huyendo de ellas, pudo reconstruirse desde dentro, integrar y trascender lo vivido desde el amor, la compasión y el perdón.