Galo Guerrero-Jiménez
Cuando el lector se adentra en la lectura en profundidad de un texto literario, la atmósfera que él respira en torno a la degustación de los personajes que recorren el relato, los percibe como si fuesen unas criaturas vivientes, con alma, corazón y vida, como si, en efecto, se tratase no de un personaje creado y recreado, sino de un ser racional y emotivamente viviente con sus angustias y temores, con su alegría y sus costumbres o con toda su maldad, dependiendo de cómo y para qué el autor lo crea a ese o a esos personajes, cada cual con su extensión metafísica, con su propia identidad, con su poder subjetivo y con la viva objetividad de lo que son los fenómenos materiales e inmateriales que influyen en la relación de cotidianidad que asumen los personajes, y de conformidad como si en la realidad, esos hechos estuviesen sucediendo en algún espacio y tiempo puntuales, tal como los que a diario vive un ciudadano común y corriente, independientemente del papel que en la sociedad represente.
Un lector, por lo tanto, cuando ha logrado adentrarse en esa historia literaria, filosófica, o de la índole que sea y, como siempre sostengo, incluso si se trata de leer un libro científico o un ensayo en general, y si esos textos, hoy en formato en físico o en un dispositivo electrónico, siempre están a la espera de ese lector acucioso, penetrante, inquieto, curioso, que con plena libertad, y con su micro-política de vida, con su ideología, y desde un contexto ecológico-antropológico muy suyo para degustar airoso, enamorado, a veces con preocupación, enfadado quizá por el impacto de la historia leída, engreído incluso, o con la conducta que cognitiva, psicolingüística y socio-educativo-cultural tiene a su haber para, una vez que se ha adentrado en el texto, pueda crear su accionar lector desde una postura ética y estética muy suya, muy original, es decir, muy a su manera hasta que logra crear un punto de vista desde una corriente de pensamiento reflexivo-crítico, es decir, tan erudita para asumir una postura personal, intelectual, emotiva, política y semióticamente, en especial en estos días de tanta preocupación frente a infinidad de circunstancias adversas por las que hoy atraviesa, no solo una nación, sino el planeta en general.
La lectura de un libro bien escrito y, bien leído, por supuesto, con ese tesón y entusiasmo que le es característico al lector preparado para enfrentar un tema de su predilección sabe que, como señala el investigador Miha Kovac, “la lectura de libros [en físico, especialmente] es navegar a contracorriente de los medios y un esfuerzo que introduce en los reflejos y las emociones la capacidad de empatía y pensamiento analítico” (2022) que produce la lectura de esos sabrosos libros que, por gordos o flacos en su concepción textual de páginas, siempre están ahí, donde deben estar, únicos y exclusivos para ese lector interesado que de antemano reconoce que aparecen sobrios, “resignados y callados. No insisten, no llaman, no piden. En su estante están, [o a veces bien guardados y cuidados electrónica y virtualmente] y esperan, silenciosos. (…) Al acariciarlos con la vista, con las manos, no nos llaman suplicando, no se dan importancia. No piden. Están esperando que nos entreguemos a ellos; solamente entonces se ofrecen” (Zweig, 2009) para mantener con el lector esa conversación empática, bienhechora, abrumadora, casi al estilo de un romance, de un enamoramiento, o quizá desde la posición frontal del libro que exige atención prolija, reflexión, incluso actitudes de discusión con uno mismo, es decir, con ese lector que sabe resignificar socio-cognitivamente esa realidad textual, gracias a la capacidad de pensamiento crítico que sobre uno mismo, el texto sabe insinuar hasta lograr que el lector asuma una postura estético-ética gracias a esa “palabra que nos eleva, como en un vehículo fogoso, desde la nada hasta la eternidad” (Zweig, 2009)en la infinitud del tiempo.