El baúl de los recuerdos: El patíbulo de la Plaza de San Sebastián

Efraín Borrero E.

En el año 1890, el corresponsal en Loja de Diario El Telegrama de Quito, identificado como un periódico progresista, envió su carta informativa haciendo conocer dos lamentables sucesos: el primero, referente al fallecimiento de Manuel Eguiguren, quien había sido gobernador; y, el segundo, el asesinato que segó la vida de Moisés Burneo Palacio.

El boletín de prensa, publicado en la edición número trescientos veinte y cuatro del veinte y uno de noviembre de ese año, detalla pormenores de lo acontecido con el mencionado asesinato. En la parte pertinente dice: “El miércoles veinte y nueve de octubre, a las seis de la mañana, se dirigía a su hacienda, después de haber pasado la noche en el pueblo donde falleció. Hallábase en la mitad del río Solanda, súbitamente sufrió una fuerte descarga de escopeta que le causo tres heridas: una en el pecho, otra en el vientre y otra en el muslo, de las cuales, la segunda era mortal”.  

Agrega el corresponsal que “el crimen había venido premeditándose de mucho tiempo atrás, según datos que se han recibido, y aun dicen que debió verificarse el día del último viaje que a esta ciudad hizo el finado Dr. Burneo; pues uno de los sindicados asegura que un individuo llamado Joaquín Ruiz, colono de la misma hacienda, lo asechó por muchas horas con el intento de matarlo”.

Las investigaciones realizadas establecieron que, en efecto, ese colono fue autor del crimen, a quien se lo sometió a un proceso penal que duró más de un año, al término del cual se lo condenó a la pena capital.

Por la misma nota se sabe que rápidamente llevaron a Moisés Burneo Palacio a Valladolid, que así se llamaba Malacatos por entonces; sin embargo, el esfuerzo médico no fue suficiente y falleció a los cinco días, el dos de noviembre.

En el periódico El Arcano de veinte y tres de abril de 1892, citado por Ecuador Espinosa Sigcho, quien aseguró poseer una colección de ese medio de difusión lojano semanal escrito por los estudiantes José Jaramillo, José María Ayora y Manuel Enrique Rengel, se hace referencia a la ejecución de la pena en los siguientes términos: “El miércoles veinte de abril de 1892, a la una de la tarde, poco más o menos, fue ejecutado Joaquín Ruiz, acusado del asesinato del Dr. Moisés Burneo, en la plazoleta de San Sebastián. A pesar de la lluvia la concurrencia fue numerosísima. Las mujeres todas lloraban y aún de los ojos de algunos hombres se desprendían gruesas lágrimas. Habló sobre el patíbulo y luego que sonó la primera descarga un sollozo general salió del pecho de todos. Hasta las tres de la tarde permaneció a la vista de todo el público”.

En sus últimas palabras que le fueron concedidas, reconoció el hecho de sangre y pasó revista de algunos aspectos de su vida. Su rostro reflejaba hondo arrepentimiento y resignación.   

Es de suponer que casi toda la población acudió a la plazoleta de San Sebastián para disfrutar con morbosidad de un acontecimiento jamás visto en nuestra franciscana ciudad, y que la gente estaba apiñada en el sitio viendo cómo los proyectiles de los cartuchos de las escopetas penetraban uno a uno en el cuerpo de Joaquín.

Me imagino que a Joaquín lo llevaron encadenado al cadalso porque esa era una condición de rigor, y que los siniestros redobles de tambores preparaban el momento fatídico. El cura párroco estuvo junto a él colmándolo de oraciones para asegurar el perdón de Dios.

Acabado el truculento espectáculo con el cual se demostraba el poder del Estado para que sirva de escarmiento, la gente se retiraba con el comentario en la boca mientras las campanas de la iglesia próxima repicaban pausada e intercaladamente.   

Así eran los ajusticiamientos “formales”, para decirlo de alguna manera, producto de algún enjuiciamiento penal. También ocurrieron en Cuenca, en la Plaza San Francisco, y en el Parque Calderón.

El primer suceso se produjo el veinte de abril de 1857 cuando fusilaron al indígena Tiburcio Lucero acusado de parricidio. Ana María Goetschel describe ese espeluznante espectáculo con una cita en la que menciona “la hirviente multitud formando una masa cerrada en 1a calle, que se abrió dejando paso al cortejo que salía de la cárcel en la Plaza Mayor y se dirigía a la plazuela de San Francisco.

El reo iba custodiado por soldados que nada hacían para evitar los atropellos de la multitud que blasfemaba contra el sentenciado y a veces le lanzaba piedras. Vestía túnica blanca, escarnecida a trechos con manchas de sangre, y le habían amarrado las manos atadas a una palma seca. La caja ronca percutía lúgubre, tanto como las oraciones de la buena muerte del capellán.

Los pies del indio, engrillados, le estorbaban al andar; tropezaba y para que caminase mejor, los soldados que iban detrás de él, lo pinchaban con sus yataganes. Una cruz presidía el pelotón de fusileros y ahí contra el muro del convento de San Francisco,
el patíbulo. A pulso subieron al indio al palo y lo ligaron con betas de torcida piel de bueyes. Lo vendaron con una tira negra. Los tambores redoblaron y en medio de la poblada sonaron los disparos”.

Ese hecho marcó la vida de la poetisa Dolores Veintimilla de Galindo, que asistió a la ejecución y fue testigo de los últimos minutos de Tiburcio, quien “al ver su familia al lado del patíbulo, donde iba a ser ajusticiado, intentó arrojarse a sus brazos”.

Desde ese momento, Dolores se dedicó a luchar por la abolición de la pena de muerte en el Ecuador, enfrentándose al clero y a la sociedad católica cuencana. Sin embargo, la persecución e incomprensión de esa sociedad la llevó a suicidarse con una ingesta de cianuro, el veinte y tres de mayo de 1857, cuando apenas tenía veinte y ocho años de edad.

El segundo suceso ocurrió cuando fusilaron al joven coronel Luis Vargas Torres, el veinte de marzo de 1887, hombre de confianza y fiel seguidor del líder de la revolución liberal, Eloy Alfaro Delgado, detenido en la ciudad de Loja tras un enfrentamiento con las fuerzas conservadoras y trasladado a Cuenca en calidad de prisionero.

Luego de un ignominioso y sumarísimo Consejo de Guerra en el que se lo condenó a la pena capital, fue trasladado ese día a la Plaza Mayor, luego llamada Parque Calderón, que estaba repleta de gente, como en los demás casos.

Lo esperaba un piquete del batallón Azuay al mando del oficial Ezequiel Sigüenza, dispuesto a llevar a cabo el fusilamiento. Con redoble de tambores se leyó la sentencia. El silencio copó la plaza. Un joven soldado se acercó para vendar sus ojos, pero Vargas Torres rechazó cortésmente diciéndole: “vas a ver morir a un hombre”. Le dijo que se pusiera de espalda y tampoco aceptó. “Alzó la mirada, puso sus manos en las bocamangas del chaleco y esperó la descarga”. A las ocho y cuarenta y cinco minutos de la mañana se escuchó una voz fuerte y tenebrosa: Fuego.

El laureado poeta Remigio Romero y Cordero escribió: “Y suena la descarga, seca, matemática, sorda, mientras rueda Vargas Torres, entre un alarido escalofriante, que, sin quererlo, ha dejado escapar el espanto horrorizado de las multitudes”.

Esta forma de ajusticiamiento, con todas las características descritas, se llevaba a cabo porque en el país imperaba la pena de muerte como medida extrema de castigo y como expresión del ejercicio del poder.

Por la misma Ana María Goetschel es posible conocer que la pena de muerte fue aplicada en lo que hoy es Ecuador desde la época colonial. En la República se dicta el primer Código Penal ecuatoriano, en la presidencia de Vicente Rocafuerte, en el que se estableció diecinueve casos para la aplicación de la pena de muerte. En 1850 el liberal Pedro Carbo presentó una propuesta de abolición de la pena capital para los delitos políticos, la misma que fue aprobada. Esta posición también fue asumida por las convenciones de 1852 y 1861, hasta que el presidente Gabriel García Moreno volvió a restablecerla en la Constitución de 1869.

Luego se dieron algunas reformas en medio de disputas entre conservadores y liberales, todas las cuales fueron derogadas en la Carta Política de 1906 en la que se consagró la inviolabilidad de la vida, quedando abolida la pena capital para todos los casos, hasta la Constitución vigente en la que expresamente se establece que no habrá pena de muerte.

Cuando el cuerpo ensangrentado de Joaquín Ruiz yacía en el piso al pie del paredón de la Plaza de San Sebastián, donde fue fusilado, la gente elevaba sus oraciones invocando la misericordia de Dios, y aunque reprochaban el crimen cometido disfrutaban del desagradable y perverso espectáculo que acababan de presenciar.