Campos Ortega Romero
A propósito del juramento a la Bandera por parte de la juventud de nuestro país, constituye un acto cívico y trascendental muestra del compromiso de los estudiantes: ecuatorianos y ecuatorianas de volverse agentes de cambio para formar un Ecuador justo, digno y equitativo, jurando venerar y defender a su Patria para siempre y por siempre. La juventud es dueña de una “disponibilidad para creer”, señalaba Pier Paolo Passolini, acción que se traduce, en su disponibilidad a no creer, en el deseo de desafiar y contradecir la profecía, en el afán de rebelarse contra la extinción de su energía y rechazar el confinamiento de su acción y de su pensamiento en una rutina social que no admite transformaciones. Sin embargo, los hechos y movimientos históricos contribuyeron a formar en la juventud la noción de una conciencia universal de su existencia: la idea de pertenecer a una misma vibración renovadora, que desconcertó a las instituciones del poder, lo mismo en las capitales del mundo industrializado que en los países pobres y dependientes.
Desde la perspectiva actual, tal vez muchos recuerden aquellos días con la sensación de haber compartido el culto a una ilusión. Ilusión que activó la alarma social y atrajo hacia la juventud incontables recursos intelectuales y materiales para interpretar, en unos casos, y conjurar violentamente en otros, el síndrome de la rebelión. En América Latina la conclusión de aquellas jornadas fue a menudo sangrienta. A propósito de los jóvenes escribía Octavio Paz, en 1969: “La sociedad los mima. Al mimarlos los exorciza: durante unas semanas se niega a sí misma en las blasfemias y los sacrilegios de la juventud para luego afirmarse más completa y cabalmente en la represión”.
Al amparo de las doctrinas políticas o desde la heterodoxia, el movimiento juvenil propuso retomar verdades vitales, elementales, a la racionalidad mecanicista del poder. Certidumbres que, por las insostenibles presiones del presente, son axiomas de la humanidad sensible: la lucha contra la guerra, (como la canción: solo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente) por ejemplo, y el rechazo de toda forma injustificada de violencia y explotación.
Este llamado a la conciencia fue hecho más con lucidez emotiva que con claridad práctica, y, más adelante, con inocultable desdén, la teoría política y la sociología lo entregaron a otras disciplinas tales como la psicología y la educación. Se terminó por sustraer la esperanza, el espíritu trascendente de aquella manifestación, y resaltar el interés —en muchos casos no carente de rigor ni de honestidad— puramente psicológico de la multitud rebelde: la sonoridad de su comportamiento, su conducta de grupo, sus ideales iconoclastas, su yo, su superego, sus ideales del yo… ¿Cuántas de estas reflexiones fueron absorbidas por el interés de convertir a los estilos sociales de la juventud en artículos de consumo? Baste ver el grado de sofisticación a que ha llegado la industria de “lo juvenil” —cine, discos compactos, indumentaria, música— incrementada, para mayor contrasentido, a partir de los años de la rebelión. Y con ello la imposición cultural.
Los jóvenes latinoamericanos hemos recibido siempre el encargo de cultivar el mito de ser en el presente “el futuro de la patria”. De tal forma que durante la mitad de la vida somos el futuro y durante la otra mitad el pasado se apodera de nosotros. Es un principio natural que la juventud se asocie a la defensa de la vida. Este rasgo le confiere una identidad de conjunto, aunque no sea suficiente para convertirla, por si sola, en “agente de la historia”. Sin embargo, en un continente donde generaciones enteras se suman la desocupación, a la ignorancia y a todos los signos del atraso y la pobreza, no se puede sino pugnar por la toma del tiempo presente. Más aun cuando la frontera entre la juventud y la niñez se desplaza hasta el grado de que nadie da cuenta de la edad de los millones de trabajadores del continente.
En la disputa por esta dimensión real del presente, la juventud latinoamericana no se ha detenido. Aglutina a lo universal mientras descubre su propio perfil, advirtiendo con fantasía la hondura histórica y cultural que la precede. En sus manos la cultura es una fiesta en la que crea y conmemora al mismo tiempo. Las expresiones culturales y sociales de esa voluntad han dejado de ser marginales y se fortalecen progresivamente.
La juventud tiende a dejar de ser un valor aislado en espera del relevo social que le confiera la propiedad del pasado. Por el contrario, se lanza hacia toda manifestación colectiva que le devuelva el tiempo que le ha tocado vivir. Por ello nuestro saludo y homenaje a la juventud destinataria y forjadora de nuestra historia. Así sea.