Campos Ortega Romero
La comunicación es necesaria entre los seres humanos, como el agua y el aire para vivir, constituye un acto de comunión y solidaridad con nuestro pueblo para denunciar lo que nos duele y compartir lo que nos da alegría. Escribimos y comentamos contra la propia soledad y la soledad de los demás. Con la famosa globalización y postmodernidad, casi no quedan tiempos y espacios para relacionarse con la otra persona, ni con uno mismo, es que la sociedad de consumo nos ha convertido en público de supermercado, y con ello individualistas e indolentes con el prójimo y dolor humano, limitando la creatividad y el dominio de nuestra conciencia y libertad.
Por estas consideraciones debe ser la falta de atención, comprensión y solidaridad para nuestros adultos mayores, que merecen afecto, cariño porque están viviendo sus últimos días, por parte de todos nosotros en especial de las instituciones públicas e inclusive privadas, que requieren su cuidado. No hace falta profundizar el problema en tal o cual persona; a diario y por cualquier parte palpamos la amargura de ciertos adultos mayores al tener que seguir viviendo en desamparo, en desolación, en incomprensión. Pocos muy pocos son los afortunados que tienen comodidad en su etapa postrera. Muchos arrastran tras de sí la miseria y la soledad.
Existen muchos casos de hijos que se fastidian de sus padres y los abandonan, sí los abandonan. Otros, más crueles, han ido más allá y les han exigido que “les entreguen la herencia en vida” y a sus padres les han dejado en la vía pública, obligándoles a recurrir a la mendicidad. Una persona de edad avanzada llega a tener similitud grande con un niño, porque ha perdido sus facultades físicas y hasta mentales; se torna caprichosa, necesita mimos y si no se los prodiga, como un niño se resiente y llega hasta el enojo. Esta situación parece no ser comprendida por mucha gente y por ello adopta el camino más fácil, por inhumano que sea, retirarle el cariño y por consiguiente el apoyo y protección.
Sin cariño, sin apoyo, sin amparo, el anciano comienza a recorrer las calles donde pierde la vergüenza y para no morir de hambre, mendiga o recoge desperdicios para poder subsistir. Amarga realidad, triste lacra que tenemos que vivir diariamente los lojanos, como una clara muestra que cada vez más se acentúa el profundo abismo entre los más ricos y los más necesitados y, dentro de estos últimos, los desvalidos y despreciados ancianos.
Una señora nos manifestó alguna vez, haciendo gala de sus meditaciones, que: “la vejez es peor que la muerte”. Tiene mucha razón porque con la muerte concluye todo, o casi todo. Pero a medida que la persona avanza en años, cuando no tiene el cariño de hogar ni la comprensión familiar, cuando está en la involución, tiene una muerte en vida y muchas veces imploran al cielo que le recoja para de una vez por todas “dejar de molestar.” Cierto es que algunos ancianos tienen la suerte de que sus familiares les cuiden, les protejan y les den cariño, que se sienten afortunados porque a su lado tienen a los hijos cariñosos, a sus nietos que con sus chistes les hacen revivir los mejores recuerdos de cuando sus hijos tenían la misma edad. Felices las adultas y adultos mayores que están rodeados de personas amables y solidarias. ¿Qué hacer con el resto de ancianos que son los más? Como la canción: “lo que hay que hacer, decir a tiempo te quiero, porque mañana puede ser tarde, destruir los muros que nos quedan en el alma porque mañana puede ser tarde, firmar un pacto de amor con todo el mundo en especial con los ancianos, porque mañana puede ser tarde”. Así sea.