Por: Lcdo. Augusto Costa Zabaleta
Navidad, comunión reiterativa y egregia de furtivos sentimientos; aflorar de recónditas manifestaciones y de regias expresiones esenciales del alma; renovación altiva y apoteósica con clímax de nuevos augurios, plasmados de néctar y el elixir sanador de cruentas heridas; paz y sosiego para las conciencias atormentadas, desfallecidas y laceradas por la calcinante y virulenta confusión de ideas, de aptitudes y de cotidianas ofensas; conciliación cordura y caridad, la trilogía del perdón y esencia de sublimación, que despeja la niebla del dubitar, para permanecer sólida y monolíticamente unidos, sin que se perturben las ancestrales coyunturas sociales, desterrando las raíces de la irascible irracionalidad, que fragmenta la verdad y deshumaniza la razón.
La estrella de oriente, que iluminó con efluvios, cual mortecina luz matinal en la lontananza del humilde pedernal del pesebre, en el que nace Cristo Redentor, Rey de Reyes, constituya la luminosidad. La esperanza y el lenitivo que cobije la desnudez del frio paralizador, que nutra el ayuno eterno y el lenitivo que redima la soledad del abandono de los ejércitos de tiernos niños desamparados; de los millones de indefensos gorriones enjaulados y sin alas; de los ángeles del infortunio con sus callos de arcilla y cemento, que tributan con dolor y la miseria, que se debate en la desesperación sin tregua; mientras se tapiza el globo terrestre con la vanidad de la opulencia; el virus mortal de la incomprensión y la tiranía de la insensibilidad, oprobios que se traducen en la vergüenza y la vejación de la raza humana.
Que el milagro del pesebre y el cruento ejemplo de la cruz, orienten las mentes humanas, para que se vislumbre el fundamento de nuestro origen, la esencia de la razón, de la virtud, y el ineludible e inmutable don de la caridad y la magnanimidad.